La situación puede ser cautivante como la imagen repetida al infinito entre dos espejos. En una carretera piurana derretida por el sol, en medio del paisaje desértico apenas cubierto por algarrobos, Astrid Gutsche, el rostro que el país ha terminado de asociar al costado de Gastón Acurio y de un chocolate, viaja como copiloto en una camioneta blanca con aire acondicionado. Lo cautivante viene ahora, porque ella lo hace todo a la vez: prueba una tableta de chocolate (piura select) de Cacaosuyo, hecha con cacao "blanco" -una variedad que crece en Piura-; juega entre sus manos con un pequeño cacao, del tamaño del puño de un bebé, que el chofer de la camioneta lleva como talismán; y no deja de soñar despierta con los planes de su chocolatería, Melate. Es más, piensa en aquel día en que los peruanos puedan conseguir chocolate de calidad en una bodega, en un supermercado o en una chocoboutique. Entonces uno se pregunta: ¿realmente Astrid Gutsche piensa todo el día en chocolates? Y segundos después, uno mismo se contesta, sorprendido de encontrarla en esta ruta, camino a Morropón: es el apostolado de una mujer recorriendo el país por costa, sierra y selva para registrar lo que más le gusta, lo que la apasiona -si uno revisa su cuenta de Facebook aparecen fotos documentadas de cada uno de sus viajes-: las historias del cacao. Es decir, el origen del chocolate en manos de sus productores.

Y en Piura, más precisamente, en el pueblo de Buenos Aires, en Chulucanas, va a visitar a Alfredo García, el dueño de las tierras donde crecen los frutos del chocolate que acaba de probar.

Pero no nos adelantemos. Faltan algunas horas de camino en la carretera y, por ahora, Astrid sigue en la camioneta blanca recordando el cacao de Santiago Carrillo que conoció en Tumbes, su paradero anterior, el cacao -afamado ya- de Fortunato Colala en Jaén, el cacao de las comunidades awajún en Amazonas. Su memoria durante estos viajes para elaborar su libro tiene mucho de esos episodios chocolateros: un productor, una parcela, un perfil peculiar del fruto. La iniciativa de la publicación es identificar esas historias, ponerles rostro. Y en cada uno de los destinos, la sorpresa de Astrid sigue intacta. Porque los viajes no satisfacen simplemente el hobby por hacer chocolate, no. Los kilómetros acumulados por carretera, trocha, ríos navegables y abriendo camino a través de hectáreas persiguen un objetivo más dulce -si se quiere-, sobre todo para la esposa de Gastón Acurio: que el cacao peruano promueva un desarrollo social real en cada una de las zonas cacaoteras. Que son varias y tienen problemas distintos: si en las parcelas costeras los cultivos batallan con la escasez de agua, en otras zonas de la selva central, más "calientes", el cacao fue la alternativa ante la vorágine violenta e ilegal de la hoja de coca.

"Cuando voy a visitarlos, ellos me ven como si fuera la solución. Eso me pesa y no me deja dormir", explica Astrid. Y en realidad, esa presión puede doblegar a cualquiera. Pero su peregrinaje persiste, tercamente, en la idea de seguir contactando a compradores y empresas -por ejemplo, la francesa Valhrona- que reconozcan el valor del cacao y que pueda significarle a los productores un sano medio de subsistencia. "Yo no tengo para invertir en todo el Perú. Sería de locos pensar que sí".

Melate tiene poco más de un año funcionando en su única tienda en el Jockey Plaza. Después hay cuatro o cinco chocolaterías más en toda la ciudad. Por ahora, cuando el peruano consume menos de un kilo de chocolate al año, el negocio es más un ejercicio de persistencia para valientes. Pero Astrid confía en que es necesario, sobre todo para alcanzar una utopía no tan lejana para su imaginación: que los chocolates peruanos estén en los aeropuertos del mundo, junto a las más finas prendas de alpaca. No es un cuento que solo los peruanos nos creamos. Hace cinco años nadie hablaba de cacao peruano, es más, ni siquiera se sabía que se podía conseguir aquí. En la última edición de la Chocoexpo, en Mistura, los chocolateros del mundo -franceses, belgas, japoneses- reconocieron la peculiaridad de las especies peruanas de cacao y de sus productos. De las diez variedades estudiadas internacionalmente, siete se encuentran en territorio peruano. Una vez más, la tan mentada biodiversidad del Perú se convierte en potencial.

Después de algunos kilómetros escuchando hablar a Astrid de cultivos orgánicos, de biodiversidad y reforestación, de cambio social y conservación, uno vuelve a preguntarse si vivimos en un país en el que los cocineros la tienen más clara que varios de nuestros políticos. "Yo detesto eso. Esa palabra ya me llega. Si tienen que ponerle una palabra, le dicen político. Pero es simplemente un discurso social. Es tan sencillo, que puedes enseñárselo a tus hijos: ¿cómo puedes vivir feliz si tu vecino está muriéndose de hambre?", replica Astrid, convencida de que "le podemos dar la vuelta a la tortilla en muchos de estos lugares".

De pronto voltea a mirar por la ventana y se encrespa con el paisaje: estribaciones de basura y desmonte al lado de la carretera. Astrid es una alemana dulce pero conserva el carácter fuerte, destemplado, que sabe cuándo indignarse y cuándo soltar un peruano carajo. Cuando recién llegó al país, con chullo en la cabeza y huaino en los auriculares, no dejaba de sorprenderle la negación del acervo cultural andino por parte de los propios peruanos. En países como Europa, más pequeños y tan cerca unos de otros, la identidad es lo que te diferencia, lo que te rescata del resto. Aquí, en Perú, esa diferencia era mirada con vergüenza. "Si venía de los Andes, peor", recuerda Astrid. Hoy, con procesos como la gastronomía, esa situación parece estar cambiando. "Lo que hicieron los cocineros al poner en valor la cocina fue largo, pero era más fácil. Encontraban a un productor de papa nativa, genial, y le podían buscar compradores incluso dentro del Perú porque ya hay varios restaurantes que le pueden pagar un buen precio. Pero yo encuentro un buen cacao y me gustaría comprarlo todo para producir un montón de chocolate, pero ahora no puedo, entonces tengo que buscar compradores de fuera porque aquí no hay tantos. Por eso deben existir más chocolaterías en el país".

OJALÁ QUE LLUEVA CACAO EN EL CAMPO

En la plazoleta central de Buenos Aires, la capital del cacao orgánico -como reza un cartel en la entrada desde la carretera-, hay un monumento al grano. De lejos parece un lápiz labial abierto, color papaya. Con un poco de imaginación el fruto aparece cortado por la mitad y deja al descubierto la mata de almendras, cubierta con baba blanca. Sí, así luce el cacao al inicio. En todo el pueblo de dos mil habitantes hay diez familias que se dedican a la producción de chocolate artesanal. Durante un día de semana las calles bonarenses en Piura lucen vacías. Los niños en la escuela, las madres cocinando o haciendo bombones caseros, y los mayores en el campo donde están las plantaciones de cacao. En Buenos Aires todos, de alguna u otra manera, parecen vivir alrededor de este fruto. Si antes se dedicaban a sembrar plátanos, hoy lo hacen con el cacao.

Alfonso García es uno de ellos. Tiene una casa en Buenos Aires y una parcela de tres hectáreas en el campo, a diez minutos de ahí, en una zona que los vecinos han llamado el corredor del cacao. Hasta allí llegó la camioneta blanca después de un viaje de hora y media desde Piura.

Alfonso abre la reja de su pequeño fundo y recibe el abrazo de Astrid. Entonces emprenden el camino a ver los árboles de cacao, repletos, rebosantes de frutos verdes, que, por esta época del año, están a solo semanas de la cosecha. Para ingresar a la parcela de Alfonso, como la de otros productores, hay que agacharse un poco. Los cacaos crecen a media altura, bajo la sombra de los árboles frutales vecinos. En la base del tronco, como haciéndole cama para el calor, hay una capa de hojas secas que conservan la humedad. En el campo no hay nada al azar. De pronto llegan a un árbol robusto, que lleva una marca en una de las ramas. Ese es el más antiguo de toda la parcela: tiene más de quince años. Los frutos que recolectaron allí sirvieron para obtener la variedad del chocolate -con ligeros toques de frutos rojos- que la empresa Cacaosuyo usará para su tableta de exportación y que luego Astrid degustará en el camino hacia la parcela de Alfonso.

De eso se tratan los viajes de Astrid como chocolatera: conocer todo el proceso de producción. "Espero que en pocos años más gente haga lo mismo que yo, porque ya sabrán donde ir, sabrán encontrar los problemas en cada región, sabrán a qué enfrentarse, a quién ayudar. Entonces seremos más personas buscando la solución", había dicho Astrid minutos antes de llegar a Buenos Aires. Ahora, al lado de Alfonso, sostiene un fruto antes de abrirlo y chupar una de las pepas y solo entonces dibujar esa mueca de sorpresa en el rostro y saber, muy internamente, que ese y todos los viajes valen la pena.