La revista Correo Semanal conoció a Julio Cuba, un "cazador de tesoros" que lleva más de 30 años dedicado a la recolección y restauración de antigüedades y cuyo taller en Cusco es el punto de llegada de cientos de coleccionistas de todo el mundo.

A continuación replicamos la nota escrita por Patricia Velásquez.

EL CAZADOR DE TESOROS

Si le preguntan cuándo empezó en el oficio, Julio Cuba Flores dirá que a los dos años. "Porque a esa edad ya me gustaba el arte, sobre todo la pintura", afirma. Este restaurador y coleccionista cusqueño nació en Quillabamba y creció en San Sebastián, distrito ubicado a cinco minutos del centro histórico, donde actualmente funciona su taller, lugar que alberga todos los tesoros que Julio ha ido encontrando en su camino a lo largo de 30 años, cada uno prendido de su propia historia.

SANTAS RELIQUIAS.

Cuando era un escolar, Julio descubrió las obras de Diego Quispe Tito, renombrado pintor peruano de origen indio, nacido en San Sebastián, y destacado miembro de la escuela cusqueña de pintura del siglo XVII. Algunos de sus trabajos, de rasgos manieristas y temática religiosa, se conservan en la catedral de Cusco. Mientras que en su ciudad natal existen tres series. Una de ellas fue la que encandiló al pequeño Cuba, quien desde entonces empezó a disfrutar la hora de la misa por el tiempo que le regalaba la vida para apreciar esos cuadros. "Más que querer pintarlos, quería tenerlos", recuerda.

Entonces también ya se había dejado seducir por las antigüedades y sus historias. En primero de media le compró un pequeño espejo a un amigo, y a otro, una imagen de San José de la época colonial, que luego vendió a su profesor de inglés, y ahora confiesa que quiere recuperarlo. Fue por aquella época también que Julio decidió que quería dedicarse al arte, creando sus propias obras. Pero el destino tendría para él otros planes.

Al cumplir 18 años, viajó a Lima para estudiar en la Escuela de bellas artes, pero no logró terminar la carrera. En cambio, se volvió un restaurador autodidacta con la ayuda de un colega, un coronel coleccionista, artista y escritor, que le enseñó a apreciar la belleza y el valor de las antigüedades. "Me fui enfocando. Empecé a hacer reproducciones y a restaurar piezas para muchas personalidades", recuerda Julio, y de pronto le asalta una pequeña risa. Acaba de acordarse de una anécdota de cuando era aprendiz, y que involucra un cuadro antiguo, cola y un perro. "Nunca se lo contamos al dueño -el rector de una conocida universidad-, pero la obra que nos dejó para restaurar sufrió un pequeño percance. El perro lamió la cola que aplicamos en los bordes, y se comió una esquina del cuadro. Tuvimos que volver a restaurar toda esa parte. Fue una labor titánica, pero al final todo salió bien", confiesa.

Julio no le teme a nada. Mucho menos a enfrentarse a una reliquia ajada por los años, que con una sola pincelada o cincelada en falso podría dejar de valer los miles de soles que le obsequió el tiempo. "Me gustan las hazañas imposible", afirma mientras raspa la pintura de la escultura de un querubín de madera.

HALLAZGOS HISTÓRICOS. Durante su estancia en Lima, Julio también conoció los mejores recovecos donde los cazadores de tesoros encuentran grandiosas presas, a decir: Polvos Azules, Surquillo, Las Malvinas y la antigua Parada. Y así también descubrió la adrenalina de los anticuarios. Eso que aflora cuando buscas algo y lo encuentras, y si existe peligro, mejor. "Cuando desempolvas algo que nadie ha visto, es absolutamente excitante", asegura.

El lugar más extraño donde Julio encontró una reliquia, ha sido una conejera en Cusco. Se trataba de un cuadro de La sagrada familia que medía un metro de alto por 70 centímetros de largo. Cómo llega una pintura de época a convertirse en la cama de cuyes y conejos, sorprende tanto como lo que llevó al restaurador a detectarlo. "A veces este tipo de obras salen de capillas familiares o templos de campo. Muchas cosas llegan a manos de personas que no saben lo que es arte. Y en este caso, estas obras suelen tener un carácter más religioso que artístico. Pero fuimos los coleccionistas quienes empezamos a ponerlas en valor", relata.

San Marcos, San Juan, San Isidro, Santiago Matamoros –o 'Mataincas' como se le conoce en el Cusco-, son algunos de los santos que calaron en el campo, por atribuírseles milagros relacionados con la tierra. "En esta zona hay lugares vírgenes. Mucha gente campesina que conserva una serie de pequeños objetos antiguos a los que no les dan valor y terminan perdiéndose", refiere el coleccionista. Actualmente, cuenta Julio, que algunas comunidades de Cusco, Puno y Ayacucho se están evangelizando, los habitantes están optando por otro tipo de religión que difiere de la católica y que les obliga a deshacerse de imágenes religiosas. Muchas de estas, piezas anónimas que datan de la época colonial. Es así que el restaurador se ha visto obligado más de una vez a salir corriendo de su taller para ir a rescatar Cristos, altares y santos que estaban a punto de ser quemados. "Realmente no soy católico pero valoro estas cosas porque para mí son parte de la cultura", afirma.

Sentado en la sala de su gran casa-taller, rodeado de de sus descubrimientos que dejan pocos vacíos entre las paredes y el suelo – a decir: cuadros de la escuela cusqueña y su versión primitiva (que usaba acuarela orgánica en vez de óleo), además de muebles coloniales que ha sabido restaurar con gran arte y factura-, Julio sueña con encontrar algún día un 'tapado'. "Es como hablar del Gran Paititi -la ciudad perdida Inca-, un tesoro escondido", confiesa y se explaya relatando las historias de otros personajes, anticuarios como él, que se han topado fortuitamente con oro o plata de la época incaica o colonial, convirtiéndose en millonarios. El episodio más cercano sucedió en Puno hace cinco años más o menos, cuando una comunidad muy pobre, se vio obligada a construir su propia carretera a punta de pico y pala, y con la ayuda de un solo tractor. De pronto, una explosión. Millones de monedas lo cubrieron todo10 metros a la redonda. Cuentan que el conductor de la máquina se llevó las monedas más brillantes y escapó con el dorado botín. El resto fueron recogidas por los pobladores y los curiosos advenedizos que no dejaban de llegar tras escuchar la gran noticia. "Dicen que eran como 50 kilos de macuquinas españolas de oro y plata. Los pobladores empezaron a venderlas y llegó gente incluso de Bolivia a comprarlas. Mientras menos quedaban, más subía el precio. Yo alcancé a comprar solo tres", recuerda.

Julio no duda en embarcarse en largas travesías cuando le llegan rumores de alguna buena pieza para sumarla a su catálogo, del que se han provisto varios anticuarios de Cusco, Lima y el extranjero. Aunque siempre se guarda algunas piezas para su colección personal, que no luce en el taller sino en su casa. Si por él fuera, se quedaría con todas las cosas que encuentra. "No vendería ninguna, pero de algo hay que vivir", dice. "Además, esto no nos pertenece a nosotros -los anticuarios y restauradores-, sino a la humanidad. Para comprender, más que admirar. Porque el arte es una puerta al mundo", finaliza.

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