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Los estadounidenses comen — en realidad plantamos y cosechamos — unos 36.5 millones de hectáreas de maíz. A los manifestantes contra el desperdicio de alimentos en Iowa les gusta despotricar contra los supermercados por desechar las frutas “feas” y las verduras deformes. (Yo debería saberlo porque soy uno de ellos.) 

Cuestionamos las fechas de expiración muy próximas de los productos lácteos, y predicamos sobre la comida que se queda sin consumir en los platos. Esos motivos de indignación han sido destacados en documentales, reportajes periodísticos y programas de debate nocturnos. 

Han provocado iniciativas por parte de los supermercados, programas de recuperación de alimentos y legislación en todo el mundo. Dinamarca abrió su primera tienda de abarrotes expirados a principios de 2016, y un movimiento popular recientemente llevó a Francia a convertirse en la primera nación en el mundo en prohibir el desperdicio de alimentos en los supermercados. 

Estas campañas surgen con buena intención, y producen resultados reales, pero no se puede decir lo mismo de ahorrar en botellas de plástico mientras se queman siete horas de combustible aéreo: acciones bienintencionadas que, en el esquema general de las cosas, no representan ni un montoncito de frijoles.

(Dan Barber es chef y copropietario de los restaurantes Blue Hill y Blue Hill at Stone Barns en Nueva York, y autor de “The Third Plate: Field Notes on the Future of Food”. En 2015, lanzó wastED, un restaurante emergente dedicado a la comida desechada y reutilizada.)

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