Un día como hoy, el denominado orgullo americano estaba por los suelos. Para Estados Unidos, el país más poderoso de la Tierra, aquel 11 de setiembre de 2001, la idea de Estado hegemón e invulnerable se convertía en un asunto del pasado. Ese día un boeing 767 de American Airlines se estrelló en la Torre Norte del World Trade Center y 18 minutos después otro idéntico y de la misma compañía colisionó en la Torre Sur. La ruta de ambas aeronaves era Boston-Los Ángeles, pero fueron desviadas por terroristas de Al-Qaeda. 

El total de fallecidos en los dos aviones entre pasajeros y tripulantes fue 157, pero con el impacto de las dos aeronaves en las dos torres murieron 2823 personas y 6000 quedaron heridas. La temperatura que alcanzó el fuego fue de 1260 grados y tardó en apagarse totalmente 69 días. Fueron encontradas 19,500 partes de cadáveres y 291 cuerpos intactos. Las víctimas identificadas llegaron a las 1216. Los niños que quedaron huérfanos por el atentado fueron 1300 y los bebés que nacieron de mujeres cuyos maridos murieron ese día fueron 17. Unas 1717 familias nunca recibieron los restos sus difuntos. El mayor atentado terrorista en la historia de Estados Unidos y del mundo, liderado por Osama bin Laden, había cambiado los paradigmas de las relaciones internacionales. El mundo unipolar liderado por EE.UU. que se encumbró con la caída del Muro de Berlín en 1989, que a su vez había acabado con el mundo bipolar de la Guerra Fría, cedía el paso al mundo unimultipolar o para otros solamente multipolar, donde el propio Estados Unidos debía compartir el liderazgo planetario, ahora sobresaltado por el fenómeno del terrorismo internacional. Washington cruzó los mares hasta Afganistán y derrocó al régimen talibán coludido con Al Qaeda. 16 años después el terrorismo, algo menoscabado, prosigue (París, Londres y Barcelona) sin que hasta ahora se le pueda vencer. Estados Unidos no lo logrará solo y la ONU debería asumir un rol más activo, como el que viene haciendo la Unión Europea para afrontar sus propios problemas.