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Al ingresar al 2019 vemos que la lucha contra la corrupción también puede amenazar la democracia y sus instituciones. La indignación colectiva deja muchos espacios para la demagogia y para los populismos, que conectan con las demandas y pueden llevar al descrédito de los regímenes democráticos por excesos de pasiones, de ambiciones o de temores.

El ambiente que se crea puede ser nocivo para la convivencia, al punto de socavar los esfuerzos para limpiar el país de una corrupción ubicua y poderosa en dinero e influencias. Sin olvidar que puede, además, conducirnos a situaciones políticamente insostenibles como ha sucedido en Brasil, que ha aterrizado en un gobierno extremista de derecha con Jair Bolsonaro.

En el Perú hay demasiadas preguntas e incertidumbre. Martín Vizcarra pasó de ser un eventual reemplazante constitucional a un gobernante consagrado por una gran mayoría en el referéndum del último 9 de diciembre, que le permitió imponerse sobre el Legislativo. Ha ido ganando espacios sin ocultar su inclinación por maniobras para ganar popularidad. Hasta ahora ha tenido éxito. Con asesores desconocidos y misteriosos, va surfeando al borde de la ola sin reparos para interferir, controlar o avasallar a los poderes del Estado constitucionalmente autónomos. La tenebrosa guerra interna en el fundamental Ministerio Público es una muestra de los daños que pueden venir y podría ser el preludio de mayor confrontación e ingobernabilidad.

Que la democracia representativa y nuestro pregonado Estado de Derecho no sean víctimas de la anticorrupción dependerá del equilibrio de poderes y de la alternancia posible. Ni impunidad ni violaciones democráticas. La voz es fortalecer las instituciones y hacerlas funcionar eficazmente, al tiempo de afirmar la estabilidad política en el respeto a la legalidad y el impulso de la economía. Que en el 2019 sigamos combatiendo la corrupción con garantías democráticas y jurídicas que nos den más seguridad política y social.