Hoy se cumplen 31 años de la Convención sobre los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas mediante la Resolución 44/25 del 20 de noviembre de 1989. Al año siguiente, entró en vigor, el 2 de setiembre, de conformidad con el artículo 49° de la propia Convención. Se trata del mayor instrumento internacional que regula derechos intrínsecos en favor de los más de 1200 millones de menores de edad que cuenta el mundo. Nunca la comunidad internacional pudo convenir un tratado tan orgánico que consagra la protección máxima para los menores. Los niños son la alegría de los hogares y por su naturaleza de indefensión, el Estado está obligado a garantizar que puedan lograr su pleno desarrollo. La propia Convención ha establecido principios rectores en este propósito que son la no discriminación, el interés superior del niño, su derecho a la supervivencia y el desarrollo, y su derecho a la participación. No perdamos de vista que los niños vienen al mundo para ser felices y es deber de los padres y del Estado garantizar que sus vidas están determinadas por el juego y el estudio; sin embargo, la realidad nos sigue mostrando lo contrario. Por los últimos acontecimientos en el mundo, muchos niños mueren por los conflictos o yacen en condición de refugiados y desplazados. Una penosa realidad que ni siquiera la pandemia ha podido cambiar nos confirma que en el Perú, el 60% de ellos es víctima de castigos físicos y humillantes y el 41% de padres de familia reconoce que castiga a sus hijos con golpes, y por si fuera poco, en el 38% de los colegios estatales del país todavía se castiga físicamente a los alumnos. En efecto, los que venimos de colegios estatales sabemos de las prácticas draconianas con palo o correa a la mano -perduró de manera rígida y dominante hasta entrado el siglo XXI- si acaso no se contaba con pañuelo o si el auxiliar de educación se percataba que la insignia escolar no yacía cocida en la camisa o en la chompa del denominado uniforme único. Esta persistencia es un completo drama que solo una verdadera revolución educativa, que no tenemos, lo podrá acabar. Jamás la violencia será método ni estrategia para lograr el aprendizaje.