Ayer, 2 de abril, se cumplieron 40 años del inicio de la Guerra de las Malvinas que enfrentó a Argentina -gobernaba el general Leopoldo Fortunato Galtieri- contra el Reino Unido (RU) -era primera ministra Margaret Thatcher-, y como ha sido siempre en el discurso nacional de la tierra de Libertador don José de San Martín, los presidentes de turno no han dejado de reivindicar como parte de la soberanía nacional de Argentina. En efecto, la actitud de la cancillería bonaerense ha sido siempre la firme voluntad de volver a una mesa de negociación a la que Londres se niega rotundamente en pleno siglo XXI en que realmente es un completo despropósito insistir con pretensiones ultramarinas. No es extraño, entonces, que la soberanía del archipiélago siga siendo objeto de una indoblegable posición argentina de reclamo frente a una recia actitud británica de dominio como en los tiempos de la era Victoriana. Un verdadero descalabro que no se condice con las reglas del derecho internacional contemporáneo que proscribe la tenencia de posesiones ajenas al ius territoriale argentino. La reina Isabel II -que pronto recordará el momento de su entronización, el primer ministro, Boris Johnson, y todo el séquito de las cámaras de los Lores y los Comunes, deberían despojarse de esa actitud recalcitrante de seguir amparando en plena contemporaneidad prácticas colonialistas del pasado. Las reglas cambiaron desde mediados del siglo XX y la persistencia británica es incompatible con las normas de la convivencia internacional contemporánea que recuerda que constituye una violación del gran de la histórica Paz de Westfalia (1648) que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa, del principio de soberanía territorial que históricamente le corresponde a Buenos Aires. Hace bien Argentina en mantener como política de Estado el permanente e indesmayable reclamo sobre las islas que cobró la vida de más de 900 soldados, la mayoría argentinos. En cuanto al RU pues debería anunciar su retiro para siempre de unas islas lejanísimas, ubicadas a 8,058 millas de distancia -12,968 kilómetros-, que jamás le perteneció. La sensatez en política internacional, entonces, debería imponerse como una expresión pétrea y democrática del respeto de los Estados por el derecho internacional.

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