Adiós, Omnivorus
Adiós, Omnivorus

Por Javier Masías @omnivorusq

Se come con la boca, pero también con el cerebro y el corazón. Todo entra por los ojos, dicen los profesores cuando enseñan a los estudiantes de cocina de primer año a emplatar, pero también por los oídos y por la piel, por la nariz y por algo mucho más difícil de definir: la imagino como una especie de membrana inasible que envuelve el lugar en el que se concentran las memorias, los afectos, los anhelos y la idea que nos hacemos de las cosas conocidas y por conocer. Porque comemos con toda nuestra historia, las personas que nos acompañaron, los libros que leímos, las ideas que permanecen y las que se fueron. El sabor de una ostra puede recordarnos la inminencia del mar en la orilla en la que dimos los primeros pasos. El olor de la muña, esa ocasión iniciativa en la que alguien destapó la tierra para descubrir tubérculos cocidos al calor de antiguas piedras. El hincón mesurado del ají, a una deliciosa caricia a contrapelo. Y por más que nos comamos el mundo, cada cierto tiempo aparece un olor, un sabor, una forma que no reconocemos, algo que nunca hemos sentido, y a pesar de ello, se nos hace, de inmediato, tan presente y permanente como un familiar que hacía tiempo no veíamos y que, de pronto, llega a casa de visita. Tenemos la certeza de que nunca lo hemos experimentado al mismo tiempo de que sabemos que siempre estuvo ahí, durmiendo dentro de nosotros. Comer es uno de los actos de disfrute más íntimos, personales y subjetivos y, a la vez, una forma de conectar con el mundo. Conocemos a las personas por como hablan, como se mueven, como viven y como comen.

Comemos con el cuerpo y lo que lo hizo. Y cuando comemos juntos, vibramos. Saborear, en ese sentido, es algo muy parecido a los distintos grados del amor. Quizá por eso levanta tantas pasiones. Por eso a uno le gusta lo que a otro no, a uno lo mueve lo que a otro le parece indiferente. Uno intenta racionalizar -lo he venido haciendo durante los años que he mantenido esta columna-, pero en el proceso se me vienen a la cabeza unas palabras que el poeta Jules Renard anotó en su diario hace más de un siglo: “¡Analizar un libro! ¿Qué diríamos de un comensal que, al comer un melocotón maduro, se saca trozos de la boca para verlos?”. Lo hacemos de manera metafórica todo el tiempo, con una naturalidad pasmosa, a veces olvidando que la lógica del cerebro es la de los afectos.

Con esta columna he aprendido que saborear, como cocinar, es una acción de sentidos múltiples. Que uno cocina y come para vivir y disfrutar, pero también para sentir pertenencia, admiración, independencia y claridad. En el paladar, ambas actividades, inexplicables una sin la otra, pueden definirse como actos de afirmación o rebeldía, de confrontación o evasión, de cuestionamiento o indulgencia. Quienes intentan reducir la gastronomía a un hecho puramente alimenticio o hedonista, olvidan que la boca es un portal más hacia la deliciosa y polimórfica experiencia humana.

Eso es lo que he intentado reflejar en este espacio desde que Jimena y Luis Agois me buscaron para inaugurar la sección gastronómica de este diario. Su entrega fue absoluta, pues me ha permitido a lo largo de este tiempo expresarme con total independencia, proponer temas con libertad y sin sesgos ni restricciones de ningún tipo. Siento una inmensa gratitud por ello y porque en este camino me ha tocado presenciar un periodo fascinante de la historia de la cocina peruana, su consolidación internacional, la diversificación de sus propuestas y discursos, y la aparición de voces cada vez más distinguibles, autónomas y propias. Pero, ante todo, porque me ha permitido llegar a ustedes y conocerlos como comensales y lectores. Esta es mi última columna y mientras la escribo estoy seguro de que lo más interesante está por venir y de que la mesa está puesta para nuevas experiencias. Seguiré escribiendo sobre cocina y vinculándome a esta actividad apasionante desde otros ámbitos. La vida continúa y nuestra gastronomía seguirá evolucionando mientras exista apetito, curiosidad y el empeño de hacer de lo cotidiano algo trascendente.