Esta semana sugerí en Twitter que la justicia evalúe el arresto domiciliario para el excongresista Víctor Albrecht, investigado por su presunta pertenencia a la organización criminal Rich Port II y para quien -al igual que para el ex alcalde del Callao, Juan Sotomayor- la Fiscalía ha pedido 36 meses de prisión preventiva.

No tengo dudas de que Albrecht cometió delitos y que al hurgar en las fundamentadas sospechas que tiene el MP, el PJ podrá corroborar que Sotomayor y Albrecht lideraron una malhadada red de empleados fantasmas que se levantó en peso los escasos recursos del concejo chalaco -y el de sus esforzados contribuyentes-, que mutaron en un par de bandoleros de incalificable calaña y que encabezaron por años un sofisticado engranaje de corrupción. Lo que advertí en la red social, no obstante, es que todo indica que Albrecht padece de cáncer.

Mide 1.93 cm. y pesa 63 kg. Ha sido operado y le han extraído 20 cm. de colon. El hombre robusto de 49 años que presidió la Comisión Lava Jato es hoy un espectro que pasea su alma sin vigor y arriesga la vigencia de su organismo en una mazmorra pestilente. Lo que propuse es que si el diagnóstico se ratifica, que purgue cárcel en su casa sería una decisión que colocaría al sistema en los niveles de humanidad que el caso requiere pues enviarlo a prisión sería una virtual sentencia de muerte.

Lo que me sorprendió fueron las respuestas llenas de rencor, de desprecio y revancha que justifican y celebran la cárcel para Albrecht aún en esas severas condiciones. Me alarmó la obstinación de no entender que si el Estado no ejerce su superioridad moral y su carácter altruista, lo único que logrará será satisfacer el arrebato de los persecutores del odio y resentir los frágiles andamiajes institucionales de la sociedad. Sobresalta el encono irreductible, la perversidad categórica, la inquina visceral. Inquieta, además, que de esa chicha de jora de indolencia también beban jueces y fiscales.

Un sector del país está enfermo y ha permitido que sus disputas políticas y sus guerras ideológicas contaminen su alma. Algún día la sicología colectiva debería echar al país en un diván, exorcizar nuestros traumas y evitar así que en un futuro no muy lejano explote el fermento de un peligroso coctel social.

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