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En el siglo séptimo antes de Cristo, el profeta Sofonías anunció que, a través de su amor y del perdón de los pecados, Dios mismo se prepararía un pueblo “humilde y pobre” que “no hará más el mal, no mentirá ni habrá engaño en su boca”, y que Él habitaría en medio de ese pueblo y lo salvaría de sus enemigos (So 3,12-19). Eso es, justamente, lo que celebramos en la Navidad: el Hijo eterno del Padre no retiene ávidamente su dignidad de Dios, sino que se hace hombre para morir por nosotros y para que se cumpla en nosotros lo que dice el apóstol San Juan: “A cuantos lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). Se entiende, entonces, la exhortación de San Pablo: “Estén siempre alegres en el Señor… Nada les preocupe” (Fil 4,4-7). ¿Cómo no estar alegres si Dios viene no solo a perdonar nuestros pecados sino, todavía más, a hacernos hijos suyos, partícipes de su propia vida divina?

Los cristianos tenemos la certeza de que Jesús viene en esta Navidad, porque hemos experimentado su venida en otras navidades y la experimentamos también muchas veces, aunque de modos diversos, a lo largo del año. En síntesis, sabemos que viene porque ya ha venido; y nos alegramos porque, como lo ha hecho otras veces, viene para salvarnos del demonio y el pecado, nuestros verdaderos enemigos. Jesús viene a liberarnos de la esclavitud del mal y darnos a cambio la libertad de los hijos de Dios. Por eso, la Navidad no es una fiesta solo para aquellos que viven santamente, que sin duda los hay, sino que es una fiesta también para nosotros, los pobres pecadores que anhelamos la venida del Mesías, que viene a introducirnos gratuitamente en su reino, el Reino de Dios. La Navidad, pues, es una fiesta para todos; por eso ¡alégrate y prepárate, porque la Navidad es también para ti!