Cada vez que un sector laboral anuncia un paro o una manifestación pública, el ciudadano de a pie es el más perjudicado, el que más padece por su posición en desventaja. El reclamo de los transportistas no es la excepción, sino una seria amenaza contra la población, como impedir que ingresen los alimentos a Lima o bloquear las carreteras.
Entre tantas quejas de los transportistas, llama la atención el hecho de ponerse en el plan de víctimas: el combustible está caro y los peajes están altos; y de vanagloria: haber trabajado en pandemia llevando alimentos a la población. A conveniencia, olvidan que hubo exoneración de pagos del sector durante el inicio del confinamiento social.
A diferencia de los transportistas de mercadería, millones de peruanos perdieron sus empleos por la suspensión de labores, mientras otros fueron enviados a sus casas hasta nuevo aviso. La pandemia llovió más fuerte para muchos; pero otros, como el sector que ahora se queja, siguió trabajando, cobrando y llenando sus arcas.
Entiendo la afectación al transporte del servicio público, que estuvo impedido de circular durante los primeros meses de la pandemia y luego lo hizo con severas restricciones que afectaron sus inversiones. Pero, en un mercado libre, peor resultaron los usuarios que tuvieron que invertir en exámenes médicos para poder viajar.
Como verán, los ciudadanos siempre serán los más perjudicados. Por tal motivo, me parece un acto extremista de parte de los transportistas el amenazar a la población con el único objetivo de presionar al Ejecutivo a ceder a sus reclamos. No es lo justo, aún cuando es un derecho constitucional, ahora malintencionado.