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La vida es un don de Dios, que hemos de saber valorar, respetar y promover en todas sus etapas. La dignidad del ser humano no se reduce ni se pierde cuando está afectado por alguna enfermedad o cuando se debilitan las fuerzas y la autonomía se ve limitada. Por el contrario, cuando las consecuencias del envejecimiento natural se acogen con serenidad y paciencia, se vive en una nueva dimensión que permite comprender mejor el verdadero sentido de la existencia humana. Es cierto que en la ancianidad hay muchas cosas que no se pueden hacer como cuando uno era joven; pero hay otras tantas que sí se pueden hacer y que configuran, precisamente, el gran aporte propio de los adultos mayores a su familia y a la sociedad. ¡Cuántos de nosotros hemos visto en nuestros abuelos y abuelas un ejemplo de fe viviente! ¡Cuántos niños experimentan día a día el amor a través de la ternura de sus abuelitos!

La presencia de los ancianos en la familia es fundamental para que esta se realice como Iglesia doméstica y cumpla a cabalidad su misión como célula fundamental de la sociedad. Por eso, ante lo que el papa Francisco llama la “cultura del descarte”, que tiende a deshacerse de los ancianos como si fueran objetos inútiles, Dios nos invita a acoger la tercera edad como un don suyo para la persona, la familia y la sociedad. Pidámosle a nuestra Mamita de Chapi que nos conceda la gracia de saber valorar, cuidar y amar a nuestros adultos mayores, y recordemos que, como dijo el papa Juan Pablo II, “no hay edad de retiro para cumplir la voluntad de Dios, que nos quiere santos”.