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Hoy, hace exactamente medio siglo, una nave hecha por humanos, Apolo 11, se posaba en la Luna, en el célebre Mare Tranquillitatis. Pocas horas después, el hombre pondría sus pies literalmente en otro mundo por primera vez. La misión fue la más grande hazaña de tecnología y coraje de toda la historia. Marcó incluso culturalmente a todas las generaciones que los siguieron. Su tripulación la conformaban Neil Armstrong (38), Edwin “Buzz” Aldrin (39) y Michael Collins (38). Armstrong fue el primero, minutos antes de que lo hiciera Aldrin, aunque lo más justo sería decir que ambos fueron los dos primeros humanos en caminar sobre la Luna, para eludir el morbo. Después de todo, durante esos días había gran alboroto por saber a quién designaría la NASA para bajar primero. Y Gus Grissom era el favorito antes de su muerte en el fatídico accidente de la compuerta del Apolo I. Uno revisa hoy la tecnología con la que esos hombres emprendieron la hazaña y no puede menos que rendirse ante tantísimo valor. Neil y Buzz, Buzz o Neil. El orden no importa.

La gesta del Apolo 11 fue hija de la Guerra Fría, de la competencia sin cuartel que los EE.UU. y la ex URSS entablaron por la supremacía ideológica y tecnológica en el siglo XX. Una hazaña fruto de otro tiempo, de otra manera de ver el mundo; pero que representó la última gran proeza real del ser humano sobre la Tierra. Terminó la Guerra Fría, cayó el Muro de Berlín y Occidente se entregó a la pausa, al relajo. Ahora Trump pareciera querer revivir esos tiempos. Pero no lo logrará. Eran otras urgencias, otras visiones, otros hombres, forjados en el desafío de haber participado algunos de ellos hasta en las devastadoras dos Guerras Mundiales. Lo del Apolo 11 y lo que representó -incluyendo los proyectos predecesores Mercury y Geminis, y el sacrificio de Grissom y sus compañeros- fue, por todo ello, sencillamente único. En mi experiencia personal, lo más grande que vi.

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