La imagen que ha dado la vuelta al mundo, la de una madre abofeteando a un mocoso de 16 años que hace vandalismo contra la Policía en Estados Unidos, tiene que llevarnos a reflexionar sobre la naturaleza de la protesta y los límites del radicalismo.
Ciertamente, la destrucción del principio de autoridad empieza por casa. El que no respeta a sus padres no respeta al Estado. Al mocoso que se le ocurrió salir a quemar y destruir en nombre de la libertad, atentando contra la seguridad de los policías, solo lo pudo detener el principio de autoridad. La autoridad de su madre, por supuesto, no la del Estado. Estamos, pues, ante una paradoja. El principio de autoridad familiar es el único capaz de limitar los excesos violentos de una juventud que encuentra en la violencia el único modo de solución a los graves problemas de una sociedad caracterizada por el relativismo evanescente.
Precisamente por eso, el principio de autoridad familiar es el primero en ser atacado y destruido por los enemigos del orden y la seguridad. Allí donde una camarilla sectaria aspira a generar una revolución, allí donde la quintacolumna busca establecer la anarquía, el terror o el absolutismo ideológico, la familia es el primer blanco, la víctima propiciatoria que los enemigos del orden natural intentan fracturar. Destruida la familia, menoscabada su integridad, pervertidos sus elementos constitutivos, es fácil dar rienda suelta a la desintegración del todo social. Por eso, el rescate de la sociedad pasa por la regeneración de su célula básica, la familia. Un paso adelante lo dio la madre preocupada que puso en vereda a su hijo, un mocoso insensato que se despertó con el pie izquierdo buscando jugar a la revolución.