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Hace tiempo ya que los escalofriantes abusos cometidos dentro del Sodalicio de Vida Cristiana dejaron de ser meras especulaciones. A través de un informe publicado en febrero del 2017, el propio Sodalicio reconoció las vejaciones.

Alessandro Moroni, superior general de esa organización religiosa, ha declarado ante la comisión del Congreso que investiga el caso Sodalicio que “ahora estamos andando por el camino adecuado, y queremos colaborar para que esto no vuelva a ocurrir”.

Cuesta, sin embargo, creer en este supuesto espíritu de renovación. Y es que basta con revisar las acciones que la organización ha venido tomando para, por lo menos, levantar una ceja.

En setiembre del 2017, el Sodalicio hizo rector del colegio sodálite San Pedro al padre Gonzalo Len, conocido en el argot del Sodalicio como “el engreído de Figari”. Len no solo ha sido acusado de encubrir las denuncias, sino que convivió con Luis Fernando Figari en Roma mientras pesaban sobre este las acusaciones de abuso sexual.

Además, la actitud de la organización hacia las víctimas -algo que debiera funcionar como un termómetro de arrepentimiento- ha sido mediocre. Exmiembros cuya vida profesional y salud han sufrido daños irreparables han recibido, con suerte, “reparaciones económicas” que en la práctica no son más que irrisorias, insuficientes y hasta insultantes limosnas.

Por último, los constantes intentos de amedrentamiento a través de demandas legales por parte del arzobispo de Piura y miembro histórico de la cúpula del Sodalicio, José Antonio Eguren, a los periodistas Pedro Salinas y Paola Ugaz -sin cuyo trabajo quizás no se hubieran revelado los abusos que Moroni dice condenar- no hacen más que agrandar el escepticismo.

No basta, pues, con las palabras del señor Moroni. (“Produzcan frutos que demuestren arrepentimiento”. Mateo 3:8).