Preocupa mucho el destino político de Bolivia, luego de la reciente masiva manifestación ciudadana en ese país que ha recordado a Evo Morales -en el poder desde el 2006- que no quiere que postule a una cuarta reelección (2020-2025) al cargo de presidente de la República. Lo hizo el pueblo boliviano, en el marco del segundo año del referéndum que mayoritariamente dispuso que Morales no podrá postular. Pero a Evo eso no le importa, como caudillo que es, y por supuesto que no imagina el escenario de Bolivia sin él a la cabeza. Sintiéndose imprescindible, se ha acostumbrado al poder y sus placeres. Enorme daño que le hará a su país el primer presidente indígena en la historia de Bolivia y de América del Sur, por cuya gesta victoriosa tomó el poder democráticamente y muchos lo aplaudimos. Si acaso tira por la borda los valores democráticos para un país que ha sabido salir del ostracismo económico de las décadas anteriores, su destino puede ser funesto como el de todos aquellos que se aferran a no dejar el poder. Debería recapacitar.
Nadie podría discutir ni dejar de reconocer que Evo se ha ganado un lugar en la historia reciente de Bolivia, pues antes de su ungimiento como presidente, este país hermano brillaba por su inestabilidad política con procesos anarquizados y con jefes de Estado que no duraban mucho tiempo en el poder. La alternancia para administrarlo, como regla democrática no negociable, es un reconocimiento cabal de la tolerancia para saber entregarlo sin sobresalto y con madurez en el momento adecuado, y donde sí es posible recuperarlo después de una pausa por la vía democrática. Nadie debería contar el poder en modo permanente, porque tenerlo siempre degenera la conducta del que lo mantiene volviéndolo autoritario o totalitario. Es la primera vez que una manifestación popular tan masiva hará meditar al propio mandatario altiplánico de su arbitraria y caprichosa medida, para que la ponga en la balanza y tenga presente que la voz del pueblo es la voz de Dios.