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El político más carismático para amplios sectores en el Brasil, más allá de su apuesta ideológica, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, está a punto de ser procesado por delitos de corrupción y conexos en su país. Lula está en el ojo de la tormenta y se pone realmente vulnerable en términos judiciales desde que confirmara que será candidato por el Partido de los Trabajadores que él mismo fundara en las elecciones presidenciales de 2018. Esta razón política sin duda ha activado en sus enemigos la persecución judicial, tal como le tocó en su momento a la destituida expresidenta Dilma Rousseff. La división en el país es clarísima y lo que se viene es una guerra sin cuartel contra el expresidente, buscando acabarlo. Sus opositores saben que no pueden darle ningún chance porque el hábil político aprovechará cualquier circunstancia para seguir con sus pretensiones de volver al poder. Teniendo seguidores y en gran escala, Lula sabe que una de las maneras de estar mejor protegido del ataque de sus adversarios es enfrentándolos desde el poder que, a cualquier costo, busca recuperar, y de paso resucitar al partido alicaído desde la defenestración política de su discípula Dilma. En Brasil, un país donde la corrupción se ha vuelto transversal en toda la clase política, así como en el gigantesco aparato del Estado, el Poder Judicial y sus intrínsecas facultades jurisdiccionales, ha logrado en los últimos tiempos distanciarse de la contaminación político-social desenfrenada imperante, caracterizándose, en cambio, por su nivel de imparcialidad que para los brasileños resulta una garantía. No casándose con nadie, recordemos que el propio Poder Judicial ordenó suspender el forzado nombramiento de Lula como ministro de Estado cuando Dilma presidenta. Fue un grave error tratar de proteger a su mentor político y ya sabemos cómo, finalmente, terminó la exguerrillera. El escenario para Lula, sin duda, no es el mejor.