La noticia ha caído como un vendaval político a los seguidores del expresidente Luiz Inácio Lula Da Silva: el implacable e imperturbable juez brasileño Sergio Moro -quien terminó consolidándose como el abanderado de la lucha contra la corrupción en su país y mandó a la cárcel al patriarca del Partido de los Trabajadores, así como a otros “conspicuos” políticos de la política tradicional brasileña- ha sido anunciado como el flamante ministro de Justicia del Gobierno del presidente Jair Bolsonaro, elegido el último domingo en segunda vuelta electoral. La idea del recientemente ungido mandatario del Brasil es investir en ese portafolio de Estado a quien encarna en su país el combate contra la corrupción y la inmoralidad, razones por las que precisamente mayoritariamente el pueblo votó por él. La apuesta de Bolsonaro, entonces, está clara y la decisión de Moro es completamente legítima. Un juez de su talla es un lujo para cualquier Gobierno que requiere mostrar garantías al pueblo que votó por la opción de la limpieza moral en una nación colapsada por la ausencia de axiología política. El juez Moro es consciente de que por su decisión dejará de ser un magistrado y asumirá un rol político; por lo tanto, entrará en el marco de la vulnerabilidad propia de la sociedad política en cualquier parte del mundo. Rápidamente han salido a criticar su decisión, pero eso a él no le importa. Ha declarado que lo pensó mucho y le creo. Su pasado como juez es una cosa y su futuro como político es otra. Todas las personas tienen derecho a optar por las oportunidades que la vida les ofrezca. A Moro le ha llegado su momento en la vida nacional brasileña contando con un nivel de aprobación bastante alto. El activo de su nueva actuación -eso sí- no será como el de los demás ministros. Le espera un reglaje milimétrico de sus adversarios, que no durarán querer verlo comprometido en las circunstancias de muchos a los que mandó a la cárcel.
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