La expresión “calidad educativa” es polisémica para algunos. Para la Ley General de Educación “es el nivel óptimo de formación que deben alcanzar las personas para enfrentar los retos del desarrollo humano, ejercer su ciudadanía y continuar aprendiendo durante toda la vida”.

La calidad se juega en cada situación pedagógica cuando los alumnos logran los aprendizajes esperados por los sistemas, niveles e instituciones educativas. Para ello deben existir las condiciones básicas de calidad previstas en el artículo 13° de la LGE, y buenos maestros. En los últimos tiempos se la ha querido vincular -equivocadamente- a los conceptos de calidad total, reingeniería y las mal llamadas habilidades duras y blandas. Se mide mediante logros de aprendizajes previstos en el currículo.

La calidad educativa es posible cuando se tiene claro quién es el beneficiario. Es decir, cuáles son las particularidades socio-emocionales e intelectuales–cognitivas, así como las necesidades fundamentales de los estudiantes, de acuerdo a su desarrollo evolutivo y teniendo en cuenta sus respectivos entornos físicos, sociales y simbólicos .

Para tener “aprendizajes nuevos” que sean significativos y útiles es fundamental que el docente tenga evidencias claras de que sus alumnos dominan los “aprendizajes previos” fundamentales . Por ello, en las actuales circunstancias en las que los alumnos han regresado a las clases presenciales plenas después de 2 años de educación a distancia precaria (colegios públicos), y en muchos casos inexistente, es indispensable verificar lo aprendido en este tiempo (2020-2021) para recuperar los saberes faltantes, y recién poder desarrollar los estímulos educativos programados en el currículo del área y grado respectivo. Hay que asegurar los “aprendizajes previos” para desarrollar “los aprendizajes nuevos”, en un marco de calidad educativa con inclusión.