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El carnaval, que no es otra cosa que una fiesta pero en la calle, tiene como característica el realizarse con cierta permisividad y descontrol. Los carnavales de este año coinciden con un año de atraso, un año en el que no se ha hecho nada de la reconstrucción. Algo de rehabilitación comienza a verse. No sabíamos si este verano iba a llover, y hasta ahora no ha ocurrido. Como podemos constatar, todo el apuro se concentró en el despilfarro de dinero en mover la arena del río. Esa es la misma celeridad que, extrañamente, nadie ha querido mostrar en el resto de obras de rehabilitación o de reconstrucción. Porque lo que ahora vemos son lamidas sobre las vías para devolver, en algo, la transitabilidad en lo que la lluvia dejó como superficie lunar. Sin aguas el verano dará tregua, es decir, sin focos infecciosos, zancudos y otras epidemias, pero el inicio del año escolar tendrá el peregrinaje de escolares entre escombros, desmonte y un tránsito vehicular endemoniado que duplica cualquier cálculo de viaje. Sabemos que será imposible pedir limpieza y orden mientras se construye. Pero sí podríamos hacer un esfuerzo por no ensuciar más de lo que ya la propia naturaleza del trabajo de obras deja. Las circunstancias están obligando a cumplir un papel más protagónico a las instituciones locales, básicamente el gobierno regional y las municipalidades, en vista de que el gobierno central no tiene cabeza para estos problemas “de provincias” mientras lucha por sobrevivir. Este verano, pues, si usted cree que no debería estar para yunzas y carnavales, chicha y coloridas comparsas, se equivoca. Aquí el filósofo piurano dice, como en la canción, todo pasa, todo cambia, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, que las penas se van cantando.