La campaña avanza y en ese progreso que podría ser ascendente, de refinamiento, de pulir y separar la paja del trigo, ocurre contrario, pues la pasión y el nerviosismo calientan lo que se ha convertido en casi la única herramienta electoral: el lenguaje. La temperatura deteriora el nivel de la comunicación, la calidad de los personajes y del diálogo. Decía el Conde de Maistre, ese francés convencido de que democratizar algo no es empobrecerlo: “Toda degradación individual o nacional viene inmediatamente anunciada por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje”. No es la cara de los candidatos lo que tenemos que observar, es la lengua donde debemos concentrarnos para desentrañar, como oráculos, el futuro que nos depara la próxima elección. No podemos esperar del electorado el talento del lingüista, filólogo o semiólogo para descifrar dientes y sonrisas del photoshop, que responden tanto a la realidad que las promesas de aumentos de sueldos y bajos precios de los combustibles son mas creíbles. Si los payasos andan sueltos en este circo electoral, es porque no se les está exigiendo mayor esfuerzo. Los medios estamos cediendo al espectáculo como si fuéramos canales de entretenimiento. Pero no solo a los medios nos corresponde la obligación de someter a las candidaturas a un mayor escrutinio, cuanto más cedazos puedan cernirlos, menos posibilidades de morder una piedra tendremos cuando debamos comernos el arroz. Si los propios partidos y movimientos, improvisados como ya sabemos, no están dispuestos a ofrecernos una selección A1, los ciudadanos deben advertir -y probar- cualquier aspecto que cuestione la idoneidad de algún aspirante. No estamos haciendo un casting para elegir una calabacita para los programas de televisión, vamos a entregar la administración de las cosas públicas del país. Es en serio.