El difunto Mijaíl Gorbachov dijo en 2006 que “el accidente de Chernóbil fue quizás la verdadera causa del colapso de la Unión Soviética”. No creo que un accidente nuclear fuese la razón determinante del hundimiento del imperio soviético pero sí es evidente que el colapso de la central nuclear fue un signo claro de la inoperancia del comunismo como régimen político. Esta incapacidad de origen es retratada magistralmente en la serie “Chernóbil” en la que se narran los hechos que desencadenaron la crisis nuclear y las consecuencias que demuestran las características comunes a todos los totalitarismos: el ocultamiento de la verdad y la necesidad de acallar cualquier voz disidente.
Vivimos en un mundo totalitario, sutilmente totalitario, en el que ambas premisas siguen formando parte del juego de la política. El relativismo evanescente domina el discurso público y la verdad es acallada por intereses particulares. La persecución de toda oposición se ha transformado en el leitmotiv del poder, la díada amigo/enemigo es moneda común y el cainismo se ha convertido en el estado natural de nuestra fracasada convivencia. El triunfo de la voluntad totalitaria estandariza a todas las ideologías. Pienso, por ejemplo, en el liberalismo relativista, cuyo pensamiento débil destruye la solidez de las instituciones por carecer de referentes perennes. Surge entonces la tiranía del pensamiento único. Y también, por supuesto, contemplo el totalitarismo comunista, feroz y fratricida, más vulgar en sus métodos, pero igual de nocivo y asfixiante.
A veces hacen falta grandes catástrofes para que colapse una civilización en decadencia. Pero la decadencia puede olfatearse antes de la hecatombe. Los signos del declive, los estertores de un cuerpo derrotado, a veces son adornados con el canto del cisne. Pero que nadie se engañe. El cisne canta justo antes de morir.