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La diplomacia chilena vive tiempos de profundo hermetismo. La enorme carga de tener que afrontar dos juicios en la Corte Internacional de Justicia (CIJ), uno como demandado por Bolivia y el otro como demandante contra los altiplánicos, la está llevando a cometer errores garrafales. Luego de cambiar al agente en el litigio incoado por Bolivia, ahora las recientes declaraciones de su embajador ante la Santa Sede, el excanciller Mariano Fernández, resultan imprudentes, pues decir al papa Francisco -quien en pocos meses visitará Chile- que no se pronuncie sobre el juicio entre La Paz y Santiago en la CIJ es una completa falta de cortesía para con un visitante ilustre que lleva un mensaje de paz para los pueblos y nunca jamás una arenga proselitista en favor de una de las causas. Fernández, a estas alturas de su osadía, ha debido renunciar al alto cargo de embajador extraordinario y plenipotenciario de Chile ante el Vaticano. Ha olvidado que el Sumo Pontífice es también un jefe de Estado y que, como tal, tiene un rol insoslayable como actor de las Relaciones Internacionales. Los chilenos no pueden decir ni por asomo qué sí y qué no debe declarar el papa Bergoglio. El eclecticismo y la neutralidad de la diplomacia vaticana han sido parte de su éxito en 2000 años, y está inspirada en las palabras del Nazareno registradas en el Evangelio: “Mi reino no es de este mundo”. Voy a creerle a Evo Morales -que no es santo de mi devoción- cuando dice que “la diferencia es que la diplomacia boliviana tiene consecuencias históricas y la del gobierno de Chile tiene consecuencias histéricas”. Acaso creyó Chile que cuando el Santo Padre jesuita y argentino visitó Bolivia en julio de 2015 y dijo en la misa en la Catedral de La Paz que “estoy pensando en el mar: diálogo” influiría en la Corte? Y pensar que lo invocaron con denuedo cuando San Juan Pablo II fungió de mediador con Argentina en el conflicto del canal de Beagle (1978). Para Chile, los intereses cambian según las circunstancias.