Cien días es el plazo que se da a una nueva autoridad para una primera evaluación de desempeño. Tal desempeño se refleja en aspectos como la demostración de destrezas excepcionales para el puesto, la ejecución de acciones que beneficien a los gobernados y la entrega de resultados que reflejen significativos triunfos políticos de trascendencia e interés compartido con la ciudadanía. Todo esto permite evaluar si el gobernante da la talla para el cargo y, principalmente, permite avizorar un camino de futuro de mejora por el resto de su mandato.
Cien días es lo que ha tenido el ciudadano peruano Pedro Castillo Terrones para demostrarnos por qué podía ser Presidente del Perú. En su caso, era más importante usar este tiempo, porque no lo conocíamos mucho, antes de la campaña electoral. En realidad, casi nada era lo que sabíamos de él hace siquiera un año.
Cien días que serían lo de menos, si el ciudadano Castillo hubiera demostrado alguno de los aspectos de reflejo de desempeño que mencionamos antes. Más aun, cuando la urgencia de demostrar le cabía al que hoy exhibe un cargo que fue fruto de la elección más controversial de la historia peruana desde 1962.
Cien días sin hacerse una es un tiempo demasiado largo para alguien con las urgencias de Castillo. Parafraseando a los abogados, a él le competía la carga de la prueba. Y no lo ha logrado.
Cien días, por el contrario, de un gobierno de desgobierno total, con un país literalmente en llamas, un nuevo terrorismo revestido de la careta de delincuencia urbana, una economía en crisis y un gabinete que logra una magra “confianza” parlamentaria con nota mínima recién en el día cien.
Cien días de sostener un mensaje de espanto a la inversión, incluyendo el suicida cambio de Constitución.
Cien días al agua, cinco meses perdidos, usados en calentamiento y sin entrar a la cancha. Un lujo demasiado irresponsable en tiempos de pandemia global.