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No es casualidad que la Comisión de Ética del Congreso de la República esté, en la práctica, desactivada. Entonces, nos preguntamos para qué sirve este grupo si, cada vez que emite un pronunciamiento sobre cuestionados legisladores, la frase “otorongo no come otorongo” es escrita en negritas y subrayada en el encabezado del documento.

El Parlamento considera a Ética como el adorno en el mueble del comedor, la comisión que no suma, ni fu ni fa. Entonces, es notorio que sea la última rueda del coche la esperanza de la ciudadanía de creer en la autorregulación de los parlamentarios.

Por esto, casos como el de Yesenia Ponce se adormecen según la decisión política de turno. Si Fuerza Popular, que tiene mayoría en Ética, decide blindar a la parlamentaria, entonces no habrá manera de pedir una amonestación ni sugerir una sanción por presentar documentos falsos en sus estudios.

La autocrítica del propio Hemiciclo es una misión imposible. ¿Sirve de algo?

Algunos han planteado crear un comité de Ética conformado por ciudadanos ajenos al Parlamento. Aunque esta fórmula no asegura imparcialidad (¿quién elige a sus miembros?). No se ha propuesto algo más. ¿Y si eliminamos el grupo? Tal vez el control esté en las calles, a la hora de emitir un voto responsable.

Miremos cómo otras comisiones reguladoras, como Acusaciones Constitucionales y Levantamiento de la Inmunidad Parlamentaria, sufren también del descalabro moral del Congreso. Asisten cuando desean, no hay quórum, sirven de aplanadoras a rivales, entre otras funciones alejadas a la realidad.

Considero que a veces estos grupos fiscalizadores, en vez de ser armas ciudadanas para regular el comportamiento de los parlamentarios, se convierten en fusiles para los propios congresistas.