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Recuerdo la mañana del 9 de octubre, cuando, en conferencia de prensa en Palacio de Gobierno, a pocos metros de donde nos encontrábamos los reporteros, Martín Vizcarra convocaba al referéndum y anunciaba, de paso, la fórmula que luego se convertiría en la campaña que nunca tuvo: Sí, Sí, Sí, No.

Los resultados fueron arrolladores y la fórmula de voto propuesta por Vizcarra ganó por goleada. Y, como se votó en paquete, sin analizar individualmente cada propuesta, no importó -entre otras cosas- que la prohibición de la reelección inmediata de congresistas muy probablemente será dañina para la democracia a largo plazo. Como se ha recordado hasta el cansancio, existe consenso en las ciencias políticas sobre los efectos negativos de esta prohibición.

Con esta reforma hemos castigado a Mulders y Bartras, pero también hemos abierto las puertas a que, cada cinco años, 130 improvisados (léase: Mamanis, “comepollos” y otros primerizos) nos representen.

¿Por qué hemos votado con el hígado? Un estudio del Instituto de Opinión Pública de la PUCP del 2016 muestra cómo los votantes peruanos tomamos decisiones electorales fuertemente influenciados por nuestras emociones, llevándonos incluso a votar en contra de una opción racional tan solo porque esta nos produce emociones negativas.

En febrero del 2015, una columna de Carlos Sánchez Olea en El País vaticinaba sobre el proceso electoral de España de aquel año diciendo: “El comportamiento de los ciudadanos en los próximos comicios va a depender, fundamentalmente, más de la gestión de las emociones que de las adhesiones; hoy teñidas de animadversión y venganza por el ajuste de cuentas pendientes de la frustración sentida a lo largo del tiempo”. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.