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La noche del jueves pasado, una gavilla de sicarios (delincuentes contratados para un encargo específico) irrumpió en la casa de los padres del Editor de Correo Piura. Aunque vociferaron amenazas de muerte contra él, fueron a darle un susto, según su propia confesión, puesto que no llevaban armas. Fueron capturados porque casualmente un policía motorizado los persiguió durante la fuga. Inmediatamente aparecieron en la comisaría los abogados de los delincuentes, abogados de esos con fama de cobrar caro. Los dos sujetos habían viajado desde Talara para el trabajito y usaron a un mototaxista para que los desplace. Un día después el fiscal los puso en libertad. Entonces ahora, usted y yo, ya sabemos que podemos hacer lo mismo, sin consecuencias porque, a lo mucho, se trata de violación de domicilio. Parecería que nos hemos quedado con las ganas de conocer a los contratantes y el móvil, al menos de boca de los sicarios. De momento, periodísticamente, aquel atentado solo confirma que las investigaciones publicadas por el diario están tocando partes sensibles de esta gente con poder que se asocia para delinquir. No es muy difícil saber de dónde proceden estos hechos. Basta con revisar las portadas y titulares de los últimos meses y los personajes que las protagonizan. Basta con seguir una secuencia de hechos que va desde la seducción corrupta y crece a la violencia. Desde ofrecimientos de dineros hasta emails amenazantes. Y si uno revisa el modus operandi que tienen para reaccionar con quienes no quieren formar parte de su comparsa, más claro, ni el agua. Hay registro de quienes han sido atacados, extorsionados y víctima de sus agresiones por denunciar el comportamiento mafioso. Gajes del oficio, que incentiva a esta profesión a continuar colocando sobre la mesa lo que se hace por debajo, porque son asuntos y dineros públicos, tuyos y míos, no de estos zánganos.