Tal vez todos hemos oído hablar de la Ley de Murphy. Se trata de un conjunto de principios empíricos que se rigen por la máxima de que “si algo malo puede ocurrir, ocurrirá.” Es una fórmula singular –no científica– que invita a reaccionar resignadamente frente a los acontecimientos por venir en una colectividad.

Si los presagios sobre las elecciones del 11 de abril ya eran preocupantes, los resultados de la primera vuelta han aumentado ese desasosiego ante la evidente polarización de los vencedores parciales. Por tanto, todo indicaría que las posibilidades de un mínimo concierto se presentan como remotas.

Volviendo a la Ley de Murphy, lo curioso es que en su catastrofista formulación está implícita la intención de funcionar como una advertencia a tomar precauciones frente a futuros desastres, pues ello tampoco ha ocurrido hasta hoy en los sucesos políticos en curso.

Ya que no se trata de una ley física e inmutable, resulta necesario preguntarse sobre las razones que han originado los resultados que vamos conociendo. Entre otras es inevitable pensar en las crisis que vivimos (sanitaria, laboral, educacional y ética), pues ellas impiden –en un muy alto porcentaje poblacional– tener serenidad para un contraste de propuestas o abrigar una actitud optimista. En momentos tan dolorosos como los que vivimos se exacerban sentimientos de frustración, impotencia, ira y desaliento, y hasta de rencor contra quienes no la pasan tan mal.

La gran prueba recién comienza. Puede parecer ingenuo, pero debiéramos hacer fuerza colectiva para que la lucidez se instale en los candidatos en segunda vuelta. Y que se incumpla la Ley de Murphy.