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La democracia tiene sus cosas, sus aparentes contradicciones. Cuando el gobierno de Ollanta Humala ganó democráticamente el derecho a gobernar, ¿puede alguien haber deseado que le vaya mal? Desear el fracaso de un gobierno es lo mismo que desear que a todo el país le vaya mal, incluyendo a uno mismo. Nadie esperaba entonces que gobernara como lo ha hecho, trastada tras trastada. Casi lo mismo podríamos decir de sus antecesores. Aun así, es de desear que termine pronto y lo mejor posible para reducir los daños. En las circunstancias actuales, nadie posee una bola de cristal que permita saber qué ocurrirá en el transcurso de los próximos cinco años. La única herramienta que uno posee para esa angustiante tarea es la historia, el pasado, el conocimiento y los antecedentes de esa persona con la que te vas a casar, ese grupo con el que te vas a comprometer, esa empresa con la que vas a contratar. Aun así, nada garantiza el éxito o el fracaso de la apuesta, porque lo único seguro es que responde a nuestra decisión, y según sea nuestra condición de mayoría o minoría. Le atribuyen a Mitre una sentencia como esta: “Cuando la mayoría se equivoca, la mayoría tiene la razón”. Por eso es que junto al mandato de la mayoría, la democracia coloca la caducidad de cada gobierno, para que aun siendo exitoso quede constancia de que la prolongación de los mismos en el poder deja de ser democracia. Los gobiernos quieren prolongarse porque se alucinan predestinados, caudillos, mesiánicos, pero sobre todo porque temen rendir cuentas y terminar encarcelados. En consecuencia, no deberíamos preocuparnos tanto por la disyuntiva entre acertar y errar sino sustancialmente por tener mecanismos de rectificación. Hoy mismo estamos viendo el ejemplo que nos da Brasil de su capacidad de corregirse por encima de su capacidad de corromperse.