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Hay una gran diferencia entre el posibilismo y el relativismo. El posibilista no renuncia a los principios, cree en la verdad objetiva. El relativista no tiene principios, inventa “su” verdad, que modifica en función de su interés. El posibilista lucha apoyándose en la razón y el bien común. El relativista, empleando cualquier pretexto, opta por su conveniencia y destruye cualquier aproximación racional.

Para un relativista, la realidad puede ser tergiversada en función de una voluntad que termina convirtiéndose en caprichosa. Así, el mal se transforma en bondad y el bien existe en base al consenso. De esta manera, ante un hecho claro de corrupción, el consenso puede optar por taparse los ojos e ignorar la realidad. La mayoría puede sostener, en contra de la realidad, que aquí no pasa nada y que todo es el resultado de una enorme equivocación.

Tarde o temprano la realidad termina imponiéndose. La realidad de nuestro país es de corrupción sistémica. Esta corrupción ha llegado a lo más alto del Estado y ocultarla no tiene sentido porque hará más daño conforme pase el tiempo. Lo mejor es aplicar una política quirúrgica que castigue a los corruptos. Para ello, es preciso ir a la raíz. Odebrecht es la prolongación material de la crisis, su signo visible, pero solo atacando el relativismo, la raíz moral del problema, lograremos regenerar al país de cara al Bicentenario.

Para eso la clase dirigente debe atender las necesidades del pueblo y actuar como un cirujano de hierro, sin apañar la corrupción relativista. No existe tal cosa como “mi verdad”. O se es corrupto o no. El Estado, objetivamente, debe condenar la política relativista que ha favorecido el surgimiento de tanta corrupción.

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