Los católicos deberíamos mirar con mayor atención lo que ha ocurrido en Chile. La renuncia en bloque de la totalidad de obispos chilenos se produce después de la intervención del papa Francisco ante las denuncias de pederastia y otros abusos sexuales de la curia. Obviamente, el desplante que tuvo el papa en su visita a Chile impulsó este giro hacia una realidad que le habían escondido. Aunque no son los únicos, en el caso peruano, el escándalo está enfocado solo en el Sodalicio, por lo que no tuvo el mismo impacto en la concurrencia de los fieles a los encuentros con el Papa en el Perú. No obstante, ahora el jefe de la Iglesia nos privilegia con un cardenal más, una señal de la nueva dirección que intenta imprimirle a los caminos de la institución. Nunca como en estos tiempos se ha dejado notar que la frase: “La iglesia somos todos” ha ido vaciándose de contenido en la medida que la feligresía se ha habituado a un papel pasivo, vertical, dejando peligrosamente solos a los pastores.

El católico de misa dominical no ayuda en mucho al cura -no solo en asistirlo materialmente- sino en fiscalizar que sean lo mejor preparados moral y pedagógicamente para formar a la comunidad. El sacerdote no puede estar rodeado, solamente, de muchachos que le ayudan como sacristanes y viejitos desocupados y cucufatos. Junto a la depuración de los malos elementos que lograron meterse en la Iglesia, esta necesita, sin perder su esencia doctrinal más pura, revitalizarse, alejarse de la idolatría propia de pueblos ignorantes y fanáticos.

El papa Benedicto XVI, uno de los hombres más sabios de los últimos tiempos en la Iglesia, sabía muy bien lo que hacía cuando dio paso al hombre que tenía la fuerza y el temperamento para hacerlo: Francisco.