Digámosle sus verdades al nuevo coronavirus. Es horroroso, por más corona que tenga en su morfología. ¿Verdad? El rey de la maldad en toda su dimensión. Desciende de una familia, descubierta en los años 60, con la misma propensión a causar enfermedades. No obstante, el SARS-CoV-2, el que provoca la enfermedad Covid-19, es extremadamente contagioso. Implacable. Mortal.

El virus puede esconderse y dar el zarpazo desde una gotícula. Y extender su dominio a través de un tosido o un estornudo. Nació traicionero, pues. Y deviene de una zoonosis, o sea, de una afección que originalmente voló de los animales a las personas. Y su actual tour, con escala en todos los aeropuertos del mundo, habría comenzado en la ciudad de Wuhan. En contraparte, China debería producir la vacuna salvadora con la velocidad con que levanta un nosocomio.

Lo cierto es que va de frente al cuello y quita aire. La plaga de la falta de oxígeno que no se le ocurrió a Dios en los tiempos de Moisés. Y, luego, clava sus bastones por la espalda. En los pulmones. Y, claro, a sus víctimas (y a los familiares) los tiene con un nudo en la garganta en hospitales y clínicas abarrotados. Quienes lo creyeron un escupitajo o un moco pegado en la pared, se fueron de cara. ¿O no Bolsonaro? ¿O no Trump?

A este enemigo invisible, The New York Times acaba de darle una lección para su libro al presentar una estremecedora portada con los nombres de mil muertos (de los 100,000 que ha dejado hasta ahora la pandemia en Estados Unidos), algo así como un réquiem personalizado e impreso frente a “una pérdida incalculable”. Hay otras armas, además de la cuarentena, de luchar contra la muerte. La sensibilidad periodística, por ejemplo.