Nos acercamos al millar de peruanos infectados por el coronavirus y la interrogante que todo el mundo lleva sobre su cabeza es: ¿Por qué, Dios mío? Hasta los que no creen en nada ni en nadie miran al cielo porque, en tiempos de angustia como este, ya quisiéramos que caiga de las alturas el antídoto contra el mortal Covid-19, mismo maná, el manjar milagroso que, según la Biblia, fue enviado por taita lindo -a modo de escarcha- para alimentar al pueblo de Israel en el desierto.

El papa Francisco, ayer domingo, en la misa en Santa Marta, apostilló nuestra cavilación sobre la pandemia con una frase genial, profunda, digna de un Sumo Pontífice: “Pienso en tanta gente que llora: gente aislada, gente en cuarentena, los ancianos solos, personas hospitalizadas y personas en terapia, padres que ven que, porque no hay el salario, no podrán alimentar a sus hijos. Mucha gente llora. Nosotros también, desde nuestro corazón, los acompañamos. Y no nos hará daño llorar un poco con el llanto del Señor por todo su pueblo”.

En esa misma línea, es menester cumplir a rajatabla la premisa divina: “Ayúdate que yo te ayudaré”. Y los casi 30 mil compatriotas que, en lo que va del estado de emergencia, pisotearon el toque de queda, le hicieron el juego al coronavirus y caminan en pecado mortal porque pusieron en riesgo su vida, la de sus familiares y la del prójimo.

Y cuidado que ahora la Policía y las FF.AA. tienen el santo y seña de hacer uso de sus armas ante cualquier ciudadano belicoso, sin responsabilidad legal. ¡Válgame, Dios! Por eso, un consejo de pata: #QuédateEnCasa.