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El grito de gol se ahogó en la garganta de los millones de peruanos este jueves en la mañana. El Perú estuvo unido con su selección en un Mundial de fútbol vivido como ningún otro. En un partido jugado a miles de kilómetros, con la presencia de miles de hinchas que remecieron el estadio al cantar el Himno junto con sus jugadores. Hazaña, sacrificio, entrega para alentar a los once que dejaron esfuerzos y energía en Ekaterimburgo en la muy lejana Rusia. Lo vivido ha sido increíble e inesperado: la integración de los peruanos, camisetas por doquier en familias adineradas como en pobres, los hogares con lágrimas emocionadas a la espera de la victoria. Con la autoestima al tope y la generosidad de relativizar el error, de ayudarse, de ser un solo puño. Este Mundial nos jugó una mala pasada. Los goles no llegaron; pero la clasificación después de 36 años nos cambió el corazón, desde las ilusiones y los sueños compartidos. Pasaron casi dos siglos desde que el país nació a la República y a la libertad; sin embargo, nunca como ahora creímos en el Perú y en su simbología total.

La lección del esfuerzo personal integrado significa mucho más que el avance a octavos o a cuartos de final. La afición peruana, la mejor del mundo, nos representó con altura y amor. Creyeron masivamente en el Perú y en sus posibilidades, y esta clase deberá ser estudiada por psicólogos, sociólogos y politólogos. La selección pulsó una tecla clave en todos los rincones del país. El Perú de Ricardo Gareca es un país distinto, uno que puede funcionar con el corazón en la mano para avanzar en los sueños colectivos con dignidad, identidad y fuerza social. Ese es el fenómeno y la lección. Ojalá nuestros políticos -los que fueron a Rusia y los que se quedaron- tuvieran el talento de entenderlo así.

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