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Tras el cierre del Congreso en 1992 se estableció la Constitución de 1993, aplaudida por sectores empresariales conservadores de nuestro país por su evidente sesgo ideológico de apertura extrema de mercado.

En el texto constitucional de 1993 se ha eliminado toda alusión al término “planificación”. A contracorriente de economías con mayor desarrollo capitalista que la nuestra, se exonera del pago de impuestos a diversas empresas, desde las universidades (art. 19°), pasando por las agroindustriales (José Chlimper), hasta las mineras (Las Bambas, entre otras), se consagra contratos ley (art. 62°), muchos de los cuales son contrarios a los intereses del país, que ni siquiera el propio Congreso puede modificar.

El Estado está imposibilitado de realizar actividad empresarial salvo ley expresa (art. 60°), cuando todos los países de la región poseen empresas públicas en óptimas condiciones, se permite prácticas monopólicas en la economía (art. 61°), y se le otorga al sector privado derechos reales sobre la concesión de recursos naturales (art. 66°), mientras se restringen los derechos de propiedad de las comunidades campesinas y nativas (art. 89°).

Si dentro de este marco constitucional el Gobierno pretendiera hacer reformas o solucionar los graves problemas del país, chocará con una estructura legal diseñada desde hace más de 25 años para beneficiar a las corporaciones, no al ciudadano de a pie. En el conflicto de Las Bambas se expresa claramente cómo el Estado renuncia a la titularidad de su patrimonio, favoreciendo, desde el Gobierno, a las empresas, aunque la ley y la razón estuvieran, en su momento, del lado de las comunidades afectadas. Como lo expresaran en Yavi Yavi: “Queremos respeto”.

Estas son algunas de las razones por las que insistimos en la necesidad de cambiar la estructura constitucional vigente. Lo otro prolonga la crisis y agudiza los conflictos.