Hace mucho tiempo que los resultados electorales eran vaticinados por la capacidad de convocatoria de los candidatos en los mítines de cierre de campaña. Y ahora menos, por las obvias razones de prohibición e inconveniencia de reuniones, ni públicas, ni privadas. Ni caravanas o movilizaciones. Ojalá así también ocurriera con las pintas de paredes y propaganda en exteriores que afean la ciudad. El racionamiento de los espacios otorgados por ley por el Estado para divulgar las propuestas electorales será una aburrida paporreta para los bostezos de la audiencia, cansada ya con el descrédito de los representantes parlamentarios. El electorado parece ya no prestar atención a los debates técnicos, en aquellos donde se mide el talento, conocimiento y tendencias de los contrincantes. La polémica entre corrientes opuestas, o discordantes por matices que exigen un análisis más fino, tampoco podemos esperar. En el mundo de la virtualidad que nos domina hoy serán las conexiones electrónicas, y las redes sociales que por allí circulan, el territorio en el que se definirán las preferencias de los peruanos. Las redes son, como ya sabemos, un conteiner como el de la esquina, en el cual cada uno echa lo que tiene. Material reciclable o también basura, tóxica y dañina. Excepto unos pocos que son exigentes con los filtros de sus redes, el mayor flujo corresponde a comunicación que en absolutamente nada contribuye a lo que podríamos considerar un diálogo democrático de nivel para obtener buenos resultados: políticos de calidad. Saldrá cualquier cosa. Guardo muy pocas esperanzas de que, con este contexto, lo que venga tras las elecciones del 2021, sea lo que el país necesita para gobernarse. Ojalá que esté equivocado y me esté ganando una visión pesimista que, para nada responde a mi real estado de ánimo. Volveremos a apostar a la suerte.

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