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Soy la menor de tres hermanas. Mis dos hermanas mayores, Pía y Anja, tienen una discapacidad intelectual importante. Anja y Pía han marcado mi vida en un sinfín de maneras. Puedo decirles que ha sido un camino doloroso y difícil, pero también muy enriquecedor. Quien no haya tenido experiencias cercanas con personas con discapacidad puede tener dificultad para comprender las complejidades de esta experiencia.

El sociólogo canadiense Erving Goffman (1963) escribió un libro legendario llamado “Estigma”. El estigma es cuando se juntan la culpa y la vergüenza. ¿Qué culpa? Pensarán algunos. Cuando tu hermano tiene discapacidad, sueles llenarte de culpa: ¿Por qué él o ella? ¿Por qué no nací yo así? ¿Por qué sufre mi hermano?

Y luego, la vergüenza. No hay peor vergüenza que la que es inconfesable hasta para uno mismo: ¿Cómo voy a avergonzarme si mi hermano se comporta raro si no tiene la culpa? ¿Soy una mala persona? Luego, aparecen las fantasías de quiénes y cómo cuidaremos de nuestro hermano cuando nuestros padres ya no estén. Como ven, son muchas incógnitas y los niños tienden a callar, a crear explicaciones de acuerdo a su capacidad.

Cuando un padre tiene un hijo con discapacidad, lo primero que hace es buscar a otros que pasen por experiencias similares. En el caso de los hermanos de desarrollo regular, pocas veces existe la conciencia de la necesidad de este apoyo. Por ello, he decidido empezar a hacer talleres para hermanos de personas con discapacidad. Porque más allá de las dificultades, mis hermanas me enseñan una de las lecciones más importantes de la vida.

Gracias a ellas continúo aprendiendo que la dignidad y la humanidad son una sola, indisolubles. Y que las personas somos valiosas por el hecho de ser humanos y de existir; más allá de todos nuestros obstáculos. Un hermano con discapacidad es como un espejo, en donde podemos ver exteriormente reflejos de nuestras propias limitaciones. Quizás por ello les cueste tanto a muchas personas acogerlos, porque es doloroso aceptar nuestras limitaciones.

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