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Con el Miércoles de Ceniza, este 14 de febrero iniciamos la Cuaresma, tiempo que la Iglesia nos da para prepararnos para la Pascua, que es la fiesta central del cristianismo porque en ella celebramos el triunfo de nuestro Señor Jesucristo sobre el pecado y la muerte.

La Cuaresma es un tiempo de conversión en el que, por un lado, estamos invitados a ver lo que hay en lo profundo de nuestro corazón y, al mismo tiempo, a alzar los ojos para contemplar la misericordia de Dios, que no se escandaliza de nosotros sino que, por el contrario, quiere cargar con nuestros pecados y darnos a cambio su victoria sobre aquello que nos impide ser verdaderamente felices. El tiempo de Cuaresma, con todo lo que él conlleva, es un medio para acercarnos más a Dios y dejar que Él se acerque más a nosotros.

Los cristianos solemos rezar todos los días. A lo largo del año también hacemos limosna y, aunque tal vez no con tanta frecuencia, también hacemos ayunos. La diferencia con el resto del año es que durante la Cuaresma estamos llamados a hacer una limosna más fuerte, algo que implique un desprendimiento para ayudar al prójimo y sea a la vez un signo que damos a Dios de que nos interesa ser transformados por Él. Lo mismo sucede con el ayuno, que durante la Cuaresma lo hacemos todos los viernes y que puede ser de alimentos o de algo de lo que, de alguna manera, nos sintamos esclavizados o dependientes. Y finalmente la oración, a la que estamos llamados a dedicar más tiempo y profundidad en la Cuaresma.