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El de Martín Felipe Salas Zegarra es un nombre que no debemos olvidar. Se trata del fiscal que denunció a Alex Kouri con pruebas irrefutables y tuvo la virtud de la tenacidad para procurar que su aguda investigación no se encamine al profundo basurero de las causas perdidas. Pero tanto como su encomiable pesquisa, llama la atención su valentía para afrontarla. Hasta el final, sin concesiones y sabiendo que no enfrentaba un proceso cualquiera. Y es que más allá del caso Convial, existe la sospecha de que en el Callao se esconde algo más que una licitación amañada por las sucias artes de los saqueadores de siempre: habría una amplia y consistente organización criminal que incluye a autoridades políticas del más alto nivel, policías, fiscales, jueces, jefes de banda, sicarios y delincuentes de amplia gama como parte de una mafia finamente enhebrada e insertada en el tejido social a base de impunidad. Conocedor de la existencia de ese reino de roedores, Salas Zegarra advirtió ante la prensa que ha sido varias veces amenazado de muerte, pero ha mostrado además el tamaño de su voluntad sin fisuras y señalado que “si tenemos que morir por hacer las cosas bien, pues moriremos”. Una frase inaceptable. No para él, por supuesto, sino para nosotros. Su vida es el símbolo de que hay albores de justicia contra los intocables y su extinción sería el fracaso absoluto de un sistema, de una sociedad. Tendríamos que morirnos todos. Desde la prensa que no activó a tiempo las alarmas hasta los responsables de protegerlo en la cotidianeidad de su ahora sobresaltada vida. Proteger a Salas Zegarra es una obligación, una necesidad, una forma de evitar el suicidio colectivo que mereceríamos si algo le llegara a pasar.