Ayer por la mañana, en La Esperanza, en Trujillo, el alcalde de ese distrito, Martín Namay, discutía con la funcionaria de la red de salud, Vanesa Blas, en un centro de salud acondicionado para los enfermos de Covid-19. Ella le respondía al alcalde sus críticas por la situación sanitaria, le increpaba que desconocía cómo funcionaba el sector salud. Namay había dicho horas antes en la prensa que las personas de su distrito infectadas por coronavirus se estaban muriendo en sus casas, y culpaba a la gestión del gobierno regional. Incluso el gerente general del gobierno regional, William León, dijo poco después que los alcaldes también deben asumir su responsabilidad.

En esos tensos momentos en que Namay y Blas debatían sobre las culpas y las responsabilidades compartidas, y ante las cámaras, llegó hasta ese centro de salud una mujer. Iba a bordo de un mototaxi, se asfixiaba con los síntomas del coronavirus, le faltaba oxígeno. A las afueras del local, mientras las palabras se blandían, ella sufría y esperaba. No había forma de atenderla. El personal de salud pedía que esperen.

Y la mujer murió ahí. Esperando. Le faltó oxígeno, ese vital elemento que hoy vale tanto, que hoy cuesta tanto, y que escasea por ese mismo motivo. Perdió su batalla contra el virus dentro del mismo mototaxi. Nunca pudo ser atendida. El personal le decía que espere, que todavía no podían atenderla.

Es una realidad cruda aquí y en otras zonas del país golpeadas por la pandemia. Ayer La Libertad reportaba 324 muertes por Covid-19, y la cifra de contagios se aproxima a los cinco mil. Ahora mismo, el gobierno regional pide el apoyo del empresariado para que done o ceda a préstamo latas de oxígeno. Es un clamor de vida.

Sí, los tiempos son duros. Hay culpas salpicadas, es verdad. Pero todos tenemos ahora una cuota de responsabilidad con cada vida que directa o indirectamente podemos salvar. Pensemos sobre todo en eso.