No me está gustando el nombre “damnificado”. Cuanto más se usa, peor parece cargarse de una connotación indigna que, si bien no está en las raíces de su debida acepción, las circunstancias lo hacen así. Para propios y extraños, el damnificado es la víctima de las lluvias o inundaciones, que entre llantos lastimeros extiende la mano, pasivo y resignado. 

Es la persona que espera y que reclama porque ese ha sido su destino. Un destino que puede cambiar si le frotas un poco de algodón a san Dimas, un tallado de madera que representa a uno de los ladrones crucificados que acompañaron a Jesús en el calvario. El damnificado parece haber encontrado en el estatus actual una prolongación de la Semana Santa, la tortura de soportar el calor dentro de esas carpas de plástico. 

Entonces, el Estado, al que le corresponde asistir, acude a consolar en vez de ir a ayudar, a contribuir a que el otro se levante con su propio esfuerzo. La ayuda que humilla no es ayuda, es migaja, porque la emergencia ya pasó a las pocas horas en que el peligro cesó. Hoy persisten otros peligros, para la salud especialmente. No son muchos, pero hay bastantes, como los avivatos, que reciben más de la cuenta para hacer negocio con los donativos. 

Ese no es el piurano que debemos ayudar a levantarse del golpe, de la caída. La realidad es otra y está mejor descrita en el poema “Yo soy un damnificau” de Elvira Castro de Quiróz, que con profundo conocimiento hace hablar al paisano después de El Niño de 1983 con las siguientes palabras: “No tengo ni un palo, ni un banco donde descansar, pero aquí están mis dos manos para volver a empezar, porque soy cholo piurano y lo voy a demostrar, levantaré otra ramada, principiaré a trabajar, si hoy día no tengo nada, mañana ya lo verás…”.