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Hillary Clinton, la candidata demócrata sorprendentemente derrotada en la reciente elección presidencial estadounidense, aunque usted no lo crea obtuvo más votos nominales o individuales (59’727,805 o 47.67%) que su rival y hoy electo presidente de la Nación más poderosa de la Tierra, el magnate Donald Trump (59’505,613 o 47.49%), alzado como tal por las filas del Partido Republicano. La razón que explica esta rara victoria en la idea de los sudamericanos, por ejemplo, acostumbrados a comprender como vencedor a aquel candidato que obtiene el mayor número de votaciones, se debe a que la elección en Estados Unidos de América es indirecta, es decir, está determinada por el mayor número de delegados o miembros del Colegio Electoral -integrado en su totalidad por 538- que pudiera conseguir un candidato siempre que llegue o supere los 270 electores exigidos para ser ungido con el enorme privilegio de constituirse en presidente de su país. Donald Trump pasó holgadamente esa exigencia acumulando la importante cantidad de 306 delegados, dejando a la señora Clinton muy por debajo con solamente 232. La diferencia medida en votos nominales entre ambos candidatos fue de 222, 192 a favor de Hillary, es decir, fue ese número de ciudadanos, que más votaron por la candidata que por el neoyorquino. La clave de la victoria está, entonces, en llevarse para sí a aquellos Estados que cuenten con el mayor número de electores antes que desesperadamente querer conseguir un mayor número de Estados o un mayor número de votantes. Creo que esta práctica de elección debería ser objeto de una evaluación que, siendo tradicional y totalmente transparente y estar inscrita en el conservadurismo norteamericano desde el siglo XIX, no resultaría en esta época lo más justo, toda vez que en la sociedad contemporánea está primando la denominada voluntad de las mayorías -como en la Revolución Francesa- que suele ser un requisito por excelencia para la legitimación político-jurídica. El reciente proceso ha sido esencialmente legal, pero no necesariamente justo y eso debería revisarse, porque el derecho y la ciencia política no pueden alejarse del fin último del propio derecho, que es la justicia. El caso más sonado de esta experiencia fue en el 2000, cuando Al Gore, obteniendo más votos que George W. Bush, perdió la Presidencia.