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El evangelista Mateo relata que unos sabios de Oriente, a quienes en su pueblo llamaban “magos”, probablemente gracias a su conocimiento de las religiones y los astros, llegaron a la conclusión de que en Israel había nacido el rey mesiánico que los judíos estaban esperando y que traería la paz al mundo entero. Es así que deciden ir al encuentro del nuevo rey y, como es lógico, lo van a buscar al palacio de Herodes, por entonces rey de los judíos, en Jerusalén. Sobresaltado, Herodes llama a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, expertos en las Sagradas Escrituras, quienes les informan que, según los profetas, el Mesías debía nacer en Belén. Hacia allá van los magos y, en efecto, encuentran a Jesús y lo adoran. Los sumos sacerdotes y los escribas, en cambio, se quedan donde están y continúan con sus labores habituales, mientras que Herodes, temiendo que ese niño le quite el reino, decide matarlo.

Estos hechos nos revelan que la lógica de Dios es distinta de la de los hombres. Según la lógica humana, un rey debe nacer en el palacio real y rodeado del boato correspondiente. En la lógica de Dios, en cambio, Jesús, el rey de reyes, nace en un establo, un lugar en el que no habitan ni siquiera los pobres. Para salvarnos, Dios se hace más pobre que los pobres. Además, el relato que nos ocupa nos recuerda que, ante el nacimiento de Jesús, también nosotros tenemos tres posibilidades: reconocer en él al Mesías e ir a su encuentro, como los magos; o aceptar que el Mesías ha nacido pero continuar con nuestra vida como si nada hubiera sucedido, como los sumos sacerdotes y los escribas; o, peor aún, no aceptar que Dios reine en nuestra vida e intentar deshacernos de Él, como Herodes. La decisión está en cada uno y Dios respeta nuestra libertad; pero permítanme terminar diciéndoles que, según narra el mismo Mateo, solo los magos quedaron “llenos de inmensa alegría”.