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La democracia interna que establece nuestra ley electoral podría ser interna, pero de democracia no tiene nada. Nuestros legisladores quisieron recoger una buena intención, pero no la aterrizaron. No habiéndola practicado ni conocido nunca, jamás iban a poder lograr que un texto se tradujera en realidad. En consecuencia, la democracia interna con la que los partidos y movimientos políticos han conformado su representación parlamentaria no es más que una payasada de democracia. Ya sabemos que no tenemos organizaciones políticas potentes, con gente de bases (palabrita que mal usan sus dirigentes), con cuadros en formación, con ideología que convoca militancia convencida y orgullosa de su pertenencia. Por el contrario, la improvisación atrae a los de siempre, desocupados en busca de apostar por una cosecha electoral en los sueldos del Estado, que es el botín del que gana una guerra. Entre ellos están también los que compraron su lugar en la lista o los que invierten para recuperar la inversión. Si la competencia por servir al país se entiende así, fácil es comprender que los que pierden no solo queden resentidos sino que pierden todo interés hasta la proximidad de un nuevo sorteo de la tinka. Habiendo unos ganado el Ejecutivo y otros el Legislativo, que quede claro que me refiero al resto, a los que no cogieron ni un trocito de la piñata. Hay que insistir: mucho mal le hace a nuestra política el voto obligatorio porque, de lo contrario, ahora que se instala el nuevo equipo de gobierno, los que perdieron ya estarían reanudando su trabajo, ciudad por ciudad, base por base, en busca de hacerse de militantes fieles que les garanticen mejores resultados electorales futuros. Alumnos exigentes producen profesores exigentes, y no al revés. Hagamos lo mismo con los militantes para tener buenos candidatos.