A los peruanos nos toma tiempo asimilar realidades difíciles y devastadoras. Prolongamos demasiado la etapa de negación del dolor. Nos sucedió con el terrorismo de Sendero Luminoso en los 80, cuando pensábamos que era solo cuestión de abigeos.

La idea de que las fuerzas armadas colaboren en la seguridad ciudadana ante la ola de desborde delincuencial no es nueva. Por lo menos desde mediados de la década pasada se ha puesto en la mesa de debate. Pero no hemos querido analizarla. ¿Por miedo a qué? Un grupo de argumentos gira en torno a no endilgar responsabilidades adicionales a las fuerzas armadas. Se dice que, si a los policías los acusan de abusos, con los militares será peor. Pues simple es: hay que cambiar la ley y proteger al protector. Otro conjunto de argumentos aduce que no hay los suficientes estudios que sustenten que con los militares las calles están más seguras. ¿Es en serio? ¿No ven los noticieros? ¿Qué más estudios?

Un tercer grupo de argumentos pone en relieve el carácter socialista del gobierno que quiere implementar este sistema. En manos de la izquierda, las fuerzas armadas pueden restringir libertades de manera abusiva. ¿Y si el gobierno fuera de derecha? Los de la izquierda dirían lo mismo. La de nunca acabar. Lo concreto es que la seguridad interna recae en manos del gobierno, sin importar la ideología.

La realidad marca que la sociedad tiene que defenderse con todo lo que tiene frente a un estado de terror que impera por cuenta de la delincuencia desbordante. Ahora, puede afinarse este sistema. Por ejemplo, crear una especie de policía militar cívica, compuesta por militares con un año de entrenamiento en tácticas urbanas. Y en paralelo, fortalecer la policía nacional, junto al marco legal, como mencioné antes, para no atarlos de manos. Si no enfrentamos este estado de terror como lo que es, seguiremos perdiendo.