Mientras nos seguimos entreteniendo con la política menuda, uno de los grandes ejes de la reforma del Estado, la descentralización, simplemente agoniza. En particular, en este gobierno, la recentralización es cada vez más evidente. El hombre de Kuczynski para la descentralización acaba de ser enlatado y enviado al congelador diplomático en la fría y lejana Canadá. Y el tan mentado “ministerio de las regiones” no pasó de ser una frase más de la anterior campaña electoral. Por si fuera poco, en el Congreso, donde hay amplia mayoría de provincianos, el silencio es total.

Habría sido más expeditivo hacer lo que sugerimos en su momento: reabrir el Consejo Nacional de Descentralización, que ya existe en la propia Ley de Bases de la Descentralización de 2002. Porque es un proceso complejo que requiere guía y norte, en especial luego del fallido referéndum de constitución de regiones del año 2005. No se puede dejar al libre albedrío de las poblaciones, porque hay demasiados microrregionalismos e intereses caudillistas que imposibilitan una descentralización “de abajo hacia arriba”. Que suena bonito, poético, democrático, pero que no se condice con la realidad. Con nuestra realidad.

La descentralización es una urgencia del desarrollo. Esto lo avizoraron ilustres peruanos desde los albores de la independencia, cuando Sánchez Carrión promovía el federalismo. No es posible desarrollar un país cuya diferencia poblacional entre la primera y la segunda ciudad es de 10 a 1 y donde la capital mueve en promedio tres cuartas partes del movimiento bancario, comercio, tributación e industria. Curiosamente la primera afectada es Lima, que ya no se da abasto, ni con las mejoras de sus infraestructuras, para atender a un país que decidió vivir en una sola ciudad. Habrá que corregir el cómo, pero no dejar de persistir.

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