La pandemia del coronavirus ha permitido que el gobierno ha encontrado en la descentralización, un conveniente chivo expiatorio para esconder varias de sus falencias en la contención de la crisis. Desde luego, algunos gobernadores parecen ponerse del lado del problema y no de la solución. Pero no nos comamos el amague.

Si hay dos razones por las cuales la COVID-19 ha golpeado especialmente al Perú, es por la ineficiencia de un Estado paquidérmico y corrupto, y adicionalmente, por el centralismo imperante. Enfocándonos en lo segundo, atacar la descentralización es favorecer más centralismo.

Ese mismo que obliga a que el gobierno central se haga gigantesco –e impune, y corrupto– para multiplicarse a fin de hacer frente a todo el Perú desde las oficinas de Lima. Un modelo que no funciona desde hace quinientos años, esto es, desde inicios del régimen virreinal, pero en el que insistimos contra-natura con entusiasmo suicida en pleno siglo XXI.

Pero este centralismo ha demostrado que no solo es perverso para lo administrativo. También lo es para lo demográfico. Lima hoy es el epicentro peruano de la pandemia y en concreto, las zonas más pobres de la ciudad agrupadas en los distritos emergentes de la periferia, que albergan a la mayoría de inmigrantes del último medio siglo.

El volumen poblacional y el déficit de infraestructuras de servicios públicos, hacen imposible desde el distanciamiento social “de dos metros mínimo” hasta el “lávate las manos en todo momento”. Ni hay espacio, ni hay agua. Esa es la realidad de la capital peruana, que ha absorbido el costo del centralismo secular.

Por eso la presencia del coronavirus en Lima es sólida. No es como en Trujillo, Piura, Chiclayo o Iquitos donde apareció furibunda y de pronto, comenzó a amansar. O como está sucediendo ahora en Arequipa o Huánuco. Así que no caigamos en la trampa. Mejoremos la descentralización, pero no la abandonemos.