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Hace treintainueve años un profesor de Filosofía que nunca había cogido un fusil le declaró la guerra al Estado peruano. Nadie le hizo caso, pero terminó liderando la banda terrorista más sanguinaria de la historia latinoamericana. Y sí, nuestro Estado se demoró 12 años en derrotar al “Cachetón” más brutal y más codiciado por las fuerzas del orden.

Hace treinta años un joven presidente nos regalaba la peor hiperinflación de nuestra historia reciente. Cuando volvió a gobernar (porque si hay un pueblo que perdona, y además olvida, ese es el Perú), nos sorprendió con el periodo de mayor dinamismo económico del siglo XXI. Terminó su gestión con una aprobación mayor a la de cualquier otro presidente elegido este siglo, pero cuando se quitó la vida hace dos meses, el pueblo tembló en un regocijo caprichoso.

Hace dieciocho años un presidente juró ante los dioses incas y se hizo llamar Pachacútec. En su primer discurso, un 28 de julio, le dijo al Perú: “Seré un presidente implacable a la hora de luchar contra la corrupción, que envenena el alma de nuestro país”. Luego nos demostró su manera de materializar esa promesa con un pertinente: “Oiga Barata, paga carajo”, para poder disparar una coima de unos cuantos milloncitos a su bolsillo. No le costó mucho extirpar sus raíces patrias, porque este Pachacútec se mudó a California.

Tan inesperado es nuestro Perú, que las pitonisas del oráculo de Delfos se hubieran podido sorprender. Nuestra historia está hecha de sucesos erráticos, y nuestro futuro de sutilezas impredecibles... Hace una semana estuvimos incómodamente cerca de que se disolviera el Congreso. Hoy ya parecen soplar aires de paz. Después de la tempestad, como a la gente le gusta repetir, viene la calma. Pero tengamos en cuenta que ese nunca ha sido el caso del Perú. Acá, no haremos mal en estar preparados para que después de la tempestad venga la tempestad.