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Nuestros abuelos estaban convencidos de que influía en la conducta de las personas. Después de las elecciones estadounidenses, algunos estarán tentados a seguir creyéndolo. Desde que la pisamos, la Luna no volvió a ser la de antes. Los enamorados dejaron de tenerla de inspiradora y aliada, de alunados pasaron a ser más bien lunáticos y hoy casi no quedan quienes le atribuyen responsabilidad en los pollitos que nacen con tres patas o chivos con dos cabezas. Ayer, con toda su enormidad y luz, no asustó a nadie. A la Luna le ha pasado lo que le pasa a todo lo que toca el hombre. Le quita la magia, le borra su encanto, lo desmitifica. Eso debe ser bueno, porque no es sano que el hombre viva imaginando tonterías que le quitan libertad, que lo distancian de la realidad y le hacen daño. Lo paradójico de este proceso es que en su camino por la historia el hombre ha ido desprendiéndose de mitos y creencias extrañas, pero se ha ido creando otras. En realidad, nunca ha dejado de tener un pensamiento mítico, sino que ha ido reemplazando a unas con otras creencias. Sus razones tiene, y siguen vigentes. La ciencia y el conocimiento tienen sus parámetros y son limitados para explicarlo todo. El conocimiento mítico es infinito, tan amplio como la imaginación lo acepte. Cuando nacieron las religiones, lo más cerca que tuvieron fueron el mundo de la magia y la idolatría, de las que fueron marcando distancias rápidamente. Pero ya hemos visto cómo hoy comienzan a borrarse las fronteras con otros ámbitos como el de la política y el entretenimiento. Mucha gente es hoy capaz de hacer cosas solo porque se las pide su líder en el partido o porque imita a su ídolo deportivo. El hombre siempre necesitará dioses, le es imposible vivir sin ellos; es inherente a su condición humana.