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Es de acuerdo general que la educación debe promover cualidades que -creemos- serán más útiles para un futuro cambiante. Sin embargo, dibujar un nuevo camino en un terreno movedizo es difícil, toma más tiempo del que sentimos que tenemos y no tiene una sola receta, forma o color.

El cambio educativo real -aquel que va más allá del discurso- nos reta; porque solemos replicar nuestras vivencias, sobre todo las que nos formaron. El sociólogo Dan Lortie alertaba desde 1975 sobre cómo los docentes transferían (repetían) su propia experiencia educativa en sus aulas, incluyendo las creencias sobre qué implica el aprendizaje y la enseñanza. Este punto es vital para la transformación del modelo educativo que buscamos.

Pocas cosas han cambiado en los salones de clases actualmente, más allá de las nuevas pizarras blancas o de la incursión ocasional de computadoras. Un indicador simple es la organización del salón de clases: filas y filas de carpetas aisladas. Diversas investigaciones en EE. UU. han encontrado que 70% de la clase se usa para que el profesor hable y solo 5% para preguntas de los alumnos (Goodland, 2004; Beghetto, 2010). Peor aún, las intervenciones de los alumnos casi siempre se dan bajo el patrón convencional de “inicia, responde y evalúa” (Mehan, 1979).

¿Cómo mejorar? Algunas ideas: recordemos que la educación es un proceso profundamente cualitativo y personal, en donde la experiencia de cada alumno y maestro es valiosa en sí misma. Además, es de ida y vuelta: aprendemos tanto como enseñamos; la mayoría de veces, nuestros alumnos son nuestros mejores maestros. Asimismo, aprender y enseñar es un diálogo: se da en el espacio que creamos entre dos o más. Finalmente, debemos reconocer que nuestras propias experiencias formativas de niños -es decir, cómo nos educaron- influyen enormemente en nuestra práctica docente ¿Qué partes continuamos repitiendo, por qué y para qué? Son algunas preguntas éticas que debemos enfrentar con valentía, creatividad y apertura.